lunes, 24 de agosto de 2015

Un 24 de agosto a las puertas de París.



La circunstancia de estar a las puertas de París, de que hoy sea 24 de agosto, y de que el tiempo haya virado bruscamente y esté lloviendo desde anoche, convirtiendo los campos en barrizales, tal como ocurrió este mismo día en 1944, me hace evocar la historia de aquel puñado de españoles integrantes de “la nueve”, la 9ª Compañía de la 2ª División Blindada de Leclerc que se lanzaron sobre París para auxiliar la rebelión que se había desencadenado pocos días antes y que estaba a punto de sucumbir por falta de municiones.

Un largo periplo había llevado hasta allí a aquellos soldados, combatientes por la República española que sufrieron la derrota y el terrible éxodo de la retirada hacia la frontera francesa en marzo de 1939; que fueron humillados como ganado en campos de concentración, de los que se evadieron alistándose en compañías de trabajo o en la Legión extranjera francesa, tras lo cual participaron anónimamente en todas las batallas decisivas que libró el ejército francés desde entonces: ellos fueron de los primeros en combatir en Narvik en 1940, donde derrotaron a los alemanes; camino de Dunkerque las compañías de trabajadores españoles recompusieron sus cadenas de mando, se armaron con el material abandonado en la desbandada general y se retiraron combatiendo, y aunque nadie se preocupó de embarcarlos rumbo a Inglaterra, muchos se las apañaron para colarse haciéndose pasar por soldados franceses (de hecho, el último barquito que arribó a la pérfida isla era de españoles, que habían reparado precariamente un bote acribillado a balazos y un gallego había sido capaz de improvisar una vela…)

Cuando en Londres apenas medio millar de soldados –pues muchos más, franceses, pidieron ser desmovilizados y repatriados- aclamaron a De Gaulle tras su famosa proclama del otoño de 1940 (“la guerra no ha terminado”), sépase que un número importante de ellos eran españoles, que allí estaban salvando el Honor ajeno.

Siguieron a la Francia Libre, sin ningún derecho a que les fuera reconocido un status propio –como tenían los polacos, los checos, los belgas…-.
Dio igual, ellos se lo ganarían con su coraje. Una pena que la República francesa haya tardado tanto en reconocerlos.

No se perdieron una. Lucharon en los peores sitios consiguiendo éxitos para la Francia Libre: allí estaban, en el campo atrincherado de Bir Hakeim en 1942, protagonizando una épica resistencia que paró los pies por vez primera a Rommel, reventando los panzer con botellas de gasolina una vez agotaron la munición para sus viejos cañones soixante-quinze (los 75 de la Gran Guerra), como habían aprendido a hacer en la guerra de España.
Y todo para que se salvara el VIII Ejército inglés, que no acudió en su auxilio.
Cuando les dijeron que podían cesar la resistencia lograron romper el cerco alemán por sus propios medios, marchando toda la noche a través de los campos minados.

Así que cuando Leclerc decidió desobedecer expresamente las órdenes del general Omar Bradley y lanzar una compañía sola para que entrara en París en apoyo de los desfallecientes resistentes, no dudó: iría la nueve. Al mando de  esta díscola compañía española había puesto a un tipo duro, a su mejor chef d’esquadron, Dronne, que se entendía muy bien con aquellos soldados: no en vano había luchado también como voluntario en la Guerra civil.

Sépase también que el camino hacia París no fue un camino de rosas. Los alemanes estaban bien atrincherados en los cruces y puntos clave, donde habían situado sus temibles cañones de 88 mm. Sólo el 24 de agosto la 2ª DB sufrió la friolera de 71 muertos y 225 heridos, y 35 blindados y otros 117 vehículos fueron destruidos. Cuando la nueve entró en París sólo le quedaban 3 Sherman, el resto eran semiorugas (los famosos half-track americanos).

La entrada en el centro de París fue apoteósica, pero durante años los semanarios franceses manipularon las fotos para que no se vieran los letreros rotulados en los half tracks, que delataban la verdadera nacionalidad de sus ocupantes: “España Cañí”, “Teruel”, “Belchite”, “Rosita”

(Dronne llevaba rotulado en su jeep Willys: Mort aux cons ! (Muerte a los gilipollas!). Cada vez que se tropezaba con él, Leclerc sonreía y le decía: “Dronne, ¿por qué quiere vd. matar a todo el mundo?”)

Alguien ha descrito la peligrosa situación en París aquél 24 de agosto como la overtura de una ópera: montones de gente entusiasmada hasta el delirio; de pronto violentos tiroteos que la dispersaban como por ensalmo; los párrocos movilizados desde la radio de la resistencia hacían tañer todas las campanas de París, silenciosas desde hacía cuatro años, incluidas las grandes de Nôtre-Dame; aquí y allí grupos que se arrancan a cantar La Marsellesa, cuya letra insufla coraje para hacer frente a los francotiradores:

“… que la sangre impura riegue nuestros campos”

En medio del caos de este día, el gran escritor Albert Camus intenta componer el editorial para Combat, el periódico clandestino de la Resistencia, en el cuchitril que le sirve de redacción. Y entonces todo lo que lleva vivido en los años de peligro, privaciones y silencio; y en los últimos agotadores días sin sueño, un cóctel hecho de abnegación, drama y euforia; todo cristaliza en una frase genial, una frase que a mi juicio sirve de epitafio para aquellos españoles de La Nueve:

“La grandeza del hombre estriba en su decisión de ser más fuerte que su condición”


Hoy en mi mesa brindo por ese puñado de soldados.

miércoles, 15 de abril de 2015

El viaje a la Luna


  
En mi niñez viví en un barrio extramuros que había sido rebautizado con el nombre de un hombre que había construido el primer submarino, así que todas sus calles cambiaron igualmente sus denominaciones por las de todos los miembros de la tripulación de aquel ingenio, y a las que quedaron les asignaron otras más o menos vinculadas: a la mía le pusieron la de calle de la Marina, había otra del Contramaestre, otra del Maquinista, etcétera.

Era una calle de bellos hotelitos con jardines muy al gusto francés, que discurría en paralelo no lejos de la vía; las locomotoras pasaban rugiendo varias veces al día y hacían temblar los cristales de la casa, de modo que mis hermanos y yo, pese a ser niños de la segunda mitad del siglo XX vivíamos recluidos en una especie de reserva vital del siglo XIX (alternativa Jules Verne, por lo del ferrocarril y el submarino, también por el viaje a la Luna que se detallará), gobernada por la autoridad silenciosa de nuestro fabuloso abuelo, que era el médico, y a quien todos llamaban Don Luciano. Pasaba consulta en el bajo de la casa, en un gran despacho lleno de bellos libros, de cuyo techo pendía una hélice de biplano convertida en lámpara.

El abuelo se negaba a instalar en casa las innovaciones del televisor y del teléfono, que a su entender trocaban la vida en exceso afanosa. Por descontado no teníamos coche, si bien mi padre hacía exclamar a Pepa la cocinera ¡Jesús María y José! cada vez que salía de casa como una centella -o algo menos- audazmente montado en un mosquito Velosolex. Bien considerado, televisión y automóvil eran invenciones no anticipadas por Verne, y el abuelo sentía en cambio mucha simpatía por el globo aerostático -que lamentablemente quedaba fuera de sus posibilidades-, y se pasaba sus ratos muertos dibujando veleros de varios palos con todo su aparejo, que conocía con todo detalle; es más, distinguía perfectamente una balandra de una goleta de un queche de una bricbarca.

La abuela descansaba todas las cuestiones domésticas en nuestra tata Mónica (más conocida por su alias de La Perla) y en Pepa la cocinera, y vivía pendiente de la Iglesia y de sus visitas. Era fácil seguir su rastro por el reguero de estampas de santos y misales que iba dejando a su paso, y que aún hoy aparecen entre sus antiguas pertenencias.

Dijérase que fue pensando en ella que Gil de Biedma escribió los versos de De vita Beata:

En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia

Las calles eran de tierra batida y casi no había tráfico. De vez en cuando nuestra tía abuela Carmelina, que llevaba una ociosa vida de châtelaine en su mansión de los Turbintos, decidía que le apetecía ser visitada por nuestra abuela y nosotros, sus nietos, comme il faut, y entonces nos enviaba a su chófer, Enrique, ataviado con uniforme gris y gorra al volante de un viejo Fiat inmenso con unos cromados relucientes que era largamente observado desde jardines y ventanas mientras recorría majestuosamente la calle de la Marina.

En todo esto había una curiosa dosis de paralelismo inglés, dado que nuestra casa había pertenecido  antes a un ingeniero inglés, Don Arturo Warrington, representante de la compañía belga de los tranvías, la “Societé des Tramways de Carthagène”, que se había hecho traer de su país unas preciosas chimeneas de hierro colado y tiro regulable con el lema Empire made grabado. Y la mansión de la tía Carmelina también había sido construida para otro ingeniero inglés, y también tenía instaladas esas mismas salamandras e incluso unos lavabos y water closed victorianos realmente notables, frente a los cuales uno se sentía pequeño, muy pequeño.

Seres en estado de naturaleza, la ausencia de televisión no causaba trauma alguno en ningún habitante de la casa: Se escuchaba la radio, se observaba la existencia inane de las gallinas, cuyo número no menguaba merced a las contribuciones de la clientela, y el abuelo nos leía unas obritas de teatro con bellos ejemplos morales que escribía en unas libretas apaisadas, o bien ponía disco tras disco de ópera en su gramola. Si nos cansábamos de oír cantar al abuelo -que siempre intervenía doblando al barítono-, teníamos un rudimentario cinematógrafo con el que mi hermano mayor proyectaba unas peliculitas naïf, más otras que en un estilo lineal muy alpha art él mismo dibujaba con tinta china sobre tiras de papel de cebolla.

Los niños, desde bien pequeños, ocupábamos la calle, a veces bajo la atenta vigilancia de alguna criada, a veces ni eso. Ya dije que pocos fenómenos rompían la quietud del barrio; uno de mis primeros recuerdos es oír a las golondrinas al atardecer, resistiéndose a pausar su existencia perentoria ante la inminencia de la puesta de sol.

Pero hubo uno -un fenómeno- que hizo su aparición una vez y que se reservó a los niños: un alto y viejo furgón entoldado tirado por un gran percherón; en el pescante se sentaba un hombre tan viejo como el Holandés Errante debió serlo -algunos adultos dijeron luego que era un veterano de la guerra de Cuba-. Junto a él pendía una campana, que iba tañendo sin apremios, hasta parar en medio de la calle. Entonces se apeó y, haciendo aspas con los brazos muy teatralmente, soltó una perorata mientras señalaba los dibujos -inspirados en Meliès- que decoraban el entoldado, primorosamente rotulado en colores con el lema:

Viaje a la Luna

Los niños nos arremolinamos ansiosos alrededor del furgón, acariciábamos las crines del percherón, y luego porfiábamos para que la madre o incluso la criadita suministraran la moneda que permitía que el viejo, como en el caso del barquero Caronte, franqueara el embarque a la barca/furgón a través de una escalerilla colapsable.

Antes hubo que vencer la reserva de alguna madre, que temía que el viejo fuera un moderno trasunto del flautista de Hamelin, que a la postre limpiara de niños la calle para siempre -idea que por cierto no disgustaba a todo el mundo-.

Una vez dentro, todos los niños nos sentamos en unas bancadas de madera; del techo pendían colgantes y móviles que aludían inocentemente al objeto que consagraba el viaje. Éste último no consistía sino en dar una buena vuelta por las manzanas adyacentes escuchando la sarta de monsergas que en tono misterioso largaba el viejo sin esfuerzo. Los niños, encantados.

El viaje duraba lo suyo, porque ni el viejo ni el percherón ni nosotros mismos teníamos prisa. Es más, si algo teníamos en común los tres era el singular privilegio de ser aún todos dueños del tiempo. Bien considerado, aquello sólo tenía mérito en el viejo, dado que el caballo carecía de juicio, y nosotros poco más.

Quisiera decir que en aquel viaje sucedieron prodigios sin cuento, o que algo tuvo de iniciático, o que al volver a bajar por la escalerilla colapsable uno no era el mismo que había sido, pero cualquiera de estas cosas sería materia tan falsa como las aventuras del barón de Münchausen.

Tras depositarnos en nuestra calle, el viejo se largó por donde vino. Luego, las criaditas se enzarzaron en discusiones por ver a qué casa correspondía el derecho a retirar de la vía pública la bosta que había dejado el caballo, tan benéfica para las flores de los jardines.


Un par de años después se anunció a bombo y platillo que la misión Apolo XI había llegado a la Luna, pero se comprenderá que a una serie de niños y a mí la noticia nos pareciera absolutamente irrelevante: ¡nos habíamos anticipado a los americanos en tal viaje!

martes, 17 de marzo de 2015

Cuentos paralelos del país de Ouche


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Estas dos historias, que como se verá, acaso sólo sean capítulos de una única que han permanecido separados, se cuentan en el bucólico País de Ouche, si bien en aldeas que distan la una de la otra una treintena de kilómetros.

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Uno de mis lugares dilectos en Normandía es el Château de C... .
Se trata de un paraje prácticamente desconocido, lo que permite el lujo de visitarlo, recorrer su parque y sus bellas dependencias sin encontrar un alma.

El edificio muestra en su fábrica más antigua, en su foso (que se alimentaba de las aguas del Iton, que serpentea por las inmediaciones) y en sus torres, la impronta de la vieja fortaleza militar, si bien las sucesivas reformas convirtieron ésta en la magnífica residencia que todavía se muestra hoy.
En la finca se criaban caballos, aún quedan algunos en sus praderas, pero sus caballerizas están hoy casi vacías.
Insisto en el raro privilegio que supone poder visitar a solas esta propiedad, mientras a unos kilómetros de distancia, en París o en el Mont Saint-Michel, legiones de turistas se consagran al arduo trabajo de fotografiar y/o grabar en video cada plano en cada instante; minucioso registro con el que se podría montar una película tan larga y continua como la propia vida, una obra aún mayor que la Muralla China, pero sin duda mucho más tediosa.

En fuerte contraste, en C... aún se puede experimentar una emoción estética incontaminada, no hay que hacer esfuerzo alguno para abstraerse de ninguna incómoda compañía; es fácil así sentir la perturbadora nostalgia de lo no vivido, todavía más fácil por la extraña circunstancia de que mientras el resto de los monumentos tienen sus horas de apertura y cierre y diligentes empleados que dirigen el sentido de la visita y le desalojan a uno sin contemplaciones a las horas previstas, allí no hay nadie -aunque todo está cuidado, se corta la hierba, se da forraje a los pocos caballos que quedan-: sus puertas están abiertas de día y de noche.

Esto tampoco ha empujado a ningún bárbaro a fracturar puertas o ventanas, que por lo demás carecen de rejas; ningún grafiti humilla sus muros.
Diríase que C... goza de una feérica protección, que alguien pronunció allí una runa que detuvo el tiempo.

Antes o después la curiosidad lleva al visitante a indagar por sus dueños, y entonces una historia de curso fatal parece explicarlo todo.
El último barón de C... hubo de las entrañas de su esposa dos hijos; en el alumbramiento del último enviudó de ésta. El mayor perdió la vida de una forma lamentable: paseaba a caballo por el bosque de la propiedad y se topó con unos cazadores furtivos; se empeñó en arrebatarles sus presas y éstos le volaron la cabeza de un escopetazo.

El hijo pequeño se llamaba Louis. Criado en la magnífica propiedad familiar al calor de las caballerizas, cuando era apenas púber ingresó en la Ècole Militaire, y de ahí pasó a Caballería. Seguía con ello una vieja tradición de su linaje, en el que relucían incluso algunos mariscales de campo.
Hacia 1939 Louis era ya teniente en un regimiento de Dragones.

[ Nota bene: Consignemos para información del neófito que éstos constituían un instituto del arma de caballería “... con la pretensión de hacer promiscuamente servicio alternativo a pié y a caballo” (nos revela Almirante en su Diccionario militar de 1869), para lo cual se les dotaba de un arma de fuego, además del sable.
En 1767, García Ramírez de Arellano, coronel de Dragones, apoyaba su convicción de que los Dragones debían ser instruidos principalmente como fuerzas de Caballería, argumentando: “me basta à fortalecer mi dictamen, mas de treinta y tres años que ha que sirvo en los Dragones; haver [sic] hecho ocho Campañas, y en todo este tiempo dos veces han desmontado los Dragones, para llevarlos à el ataque de los Enemigos; luego, si solo dos veces han obrado como Infantería (estando montados) es evidente, que este servicio es accidental, y el de Caballería cotidiano.” ]

Louis de C... fue un hombre entre dos mundos -lo que acaso sea no decir nada, acaso todos estemos siempre entre dos mundos, uno al que vemos fenecer, otro nuevo que nos avasalla como las olas en el mar-; y el suyo, el de la vieja caballería, acababa decididamente sus días desde que en la Gran Guerra las ametralladoras Maxim se adueñaran del campo de batalla, que perdió tan bella denominación para adoptar la más siniestra de no man's land, la tierra de nadie, el paradigma de lo inhóspito.

A los regimientos de Dragones les arrebataron sus caballos y en su lugar les entregaron unos monstruos de acero de espantable estampa y cincuenta toneladas de peso: los carros blindados Char B, orgullo del ejército francés.

Para mayo de 1940 Francia estaba otra vez en guerra con Alemania. Louis quizá ansiaba entrar en combate. Su padre y su abuelo ya se habían batido contra los teutones en 1914 y en 1870.

La guerra había empezado antes, en septiembre de 1939, pero esos primeros meses habían parecido de broma: heroicos weekend en traje de gala, un revolotear de muchachas como palomas en un parque.

Durante el permiso el joven teniente se mantenía en forma cabalgando durante horas; a veces pasaba todo el día fuera. Su padre sonreía mientras retorcía las guías enceradas de sus bigotes: su retoño también ansiaba otro género de combates cuerpo a cuerpo, y el apuesto jinete estaba muy presente en la atención de todas las damiselas de la comarca. Un día le vió colgar de la silla un gramófono portátil y un álbum de discos.

Y entonces la drôle de guerre terminó abruptamente: los alemanes violaron la neutralidad de Bélgica y rodearon la Línea Maginot, que allá quedó tan imponente como inútil, y se desbordaron sus columnas motorizadas por el plat pays como una hemorragia.

No se había conocido una guerra tan rápida desde los tiempos de Bonaparte. Para tapar esa brecha se envió al norte al regimiento de Louis, que se batió con valor contra los blindados alemanes, a los que logró detener y destruir en la batalla de Abbeville.

La victoria fue ardua y breve, pues muy poco después todos los tanques franceses fueron destruidos por los Stukas, los bombarderos en picado, y por los cañones de 88 mm., armas cuya eficiencia en combate había sido comprobada poco antes contra las fuerzas de la República española.

En el château de C..., un lugar en el que ya entonces el tiempo no solía transcurrir, una mañana llegó la carta ominosa con membrete de un general que informaba al viejo barón que su hijo había caído como un héroe batiéndose en el campo del honor.

Mort pour la France.

Y una condecoración a título póstumo. Francia capituló casi a continuación.

La realidad suele ser más prosaica: el fin del tripulante de un blindado es particularmente poco glorioso, normalmente despedazado o carbonizado entre hierros retorcidos.

La vida del viejo barón quedó vacía; pasaría los años de la guerra vagando como una sombra por los anchos corredores y salones de C..., los corredores y salones de su memoria.

Esperó a 1944, a la restauración de la República, para dictar testamento legando el soberbio monumento de su estirpe truncada al Estado.

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Hace unos años, en la bella comarca de Saint Antonin de Sommaire me tropecé en un paseo con una anciana, de cuya conversación y otras informaciones adicionales conseguí esta segunda historia, no exenta de curiosidad.

En el verano de 1940, en aquél lugar pasaba sus vacaciones una pareja con su única hija. Años antes se habían marchado a trabajar a Niza, y ya sólo regresaban en época estival a la vieja casa familiar.

La joven, que es muy bella, se aburre soberanamente. Encuentra rudos y sin interés a los jóvenes campesinos de los alrededores. Y entonces se tropieza con un joven teniente que pasea a caballo. Lo que sigue es previsible: una historia de seducción.

Él le contaría atropelladamente sus grandezas, quiere conquistarla y recurriría a fórmulas extravagantes: con algunas mujeres los ingredientes del éxito son los mismos que para ingresar en el canon literario occidental: producir agón y extrañeza.

Para el joven aristócrata todo este juego no sería otra cosa que un divertimento, estimulado por la belleza rotunda de la joven, a la que impresionaría la determinación, el esprit del teniente.

Ella era demasiado joven, y no habría leído la descripción que de ese tipo de hombres hiciera el también normando Flaubert apenas noventa años antes:

“… a través de sus maneras dulces, se descubría esa brutalidad particular que comunica el dominio de cosas semifáciles, en las que la fuerza se ejercita y donde la vanidad se recrea: el manejo de los caballos de raza y la sociedad de las mujeres perdidas.”

El joven teniente aparentaría estar un poco loco; un día apareció con un pequeño gramófono y un álbum con discos; ella prefería escuchar a Jean Sablon, pero él se empeñó en que bailaran una polka o un gavotte; al acabar el disco sacó un pesado revolver de su estuche de cuero y le propuso el suicidio inmediato. Después hubo una breve lucha cuerpo a cuerpo y finalmente hicieron el amor sobre la hierba, en un claro del bosque.

La teatralidad de la escena evoca inevitablemente a von Kleist, y sugiere que el amor a la caballería no era el menor de los anacronismos que aquejaban al joven teniente.

Pero la joven normanda era una mujer stendhaliana, y amaba al propio amor tanto como amaba a la vida, así que sintió miedo. O deseó sentirlo, dado que involuntariamente ya imaginaba cómo escribiría en su diario las escenas vividas; habría de ser cuidadosa especialmente con el arrebato erótico, pero tampoco lo eludiría ¡Era tan aburrida, tan poco estimulante, la vida en el bocage normando!

Mientras esperaba una nueva visita de su amante, lo que llegaban eran las noticias de la invasión y del rápido progreso de las tropas alemanas. Los padres de la joven discutían qué decisión tomar: la mujer apremió a su esposo a regresar inmediatamente al Sur, más alejado del frente que Normandía. Él rechazaba la proposición: ¡Qué cobardía! ¡El ejército francés detendría a los alemanes! ¡Se produciría un nuevo milagro como el del Marne!.

Pero día tras día las noticias no hacían sino empeorar, así que al final el hombre accedió a regañadientes a cargar el Citroën traction avant e iniciar el largo viaje a Niza. Mientras cargaba los bultos apareció por el recodo del camino una disciplinada columna motorizada alemana, así que en silencio volvieron a descargar el coche y ocultaron éste en un establo, para evitar que fuera requisado. “Nos quedamos aquí. Se ha hecho tarde”.

Semanas después de irse el teniente, que nunca volvió, ella supo que estaba embarazada. No fue a ningún médico; muy cerca de allí, en Juignettes, vivía una especie de bruja blanca o sanadora a la que llamaban Mme. Soleil, que fue quien le confirmó su estado, y quien le dijo que su teniente ya estaba muerto.

Dió a luz a una niña.

Pasaron allí, en St. Antonin, toda la guerra. Un largo tedio que devolvió a los padres la vida de la infancia, el cuidado de un corral, la cría de una vaca y la suma importancia de un aparato de radio.

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¿Y qué fue de madre e hija?

Según una fuente (una anciana que vive cerca de la mansión de La Nöe Vicaire), en el verano de 1944, muy poco antes de que las tropas aliadas -una columna de británicos cuyos sonrojados supervivientes siguen acudiendo cada verano a Rugles a engullir côte de boeuf y sidra- llegaran a la comarca, pasaron dos desgracias: una fue que en un pueblo de las cercanías cayó una bomba volante alemana V1; lo arrasó absolutamente todo en doscientos metros a la redonda.

La otra ocurrió allí mismo. En el cielo apareció un bombardero aliado que venía muy tocado: sólo le funcionaba un motor que tosía y humeaba. En su obsesión por alcanzar sus líneas, soltó un objeto para aligerar peso.
La bomba cayó en la casa donde vivía la joven con sus padres y su hija; todos perecieron.

Tiempo después interrogué a otras personas sobre esta historia. Algunas no la conocían en absoluto, pero otras afirmaban muy seguras que esa bomba cayó, pero sólo mató a un anciano solitario que era vecino de una familia, pero ésta y la niña habrían sobrevivido.

¿A qué conclusión llegar?

La cantidad y detalle de la información aportada por la anciana sugiere una evocadora posibilidad: ella misma sería la hija de la joven seducida; o bien toda la historia no sería más que la elaborada fantasía de una amable fabuladora.

jueves, 12 de marzo de 2015

30 de septiembre de 1936



Te decías “de esta no salgo” y fumabas nervioso un cigarrillo tras otro

(llevabas una caja de las de zapatos llena de pitillos, bien guardada en tu baúl bajo candado; los había liado uno a uno tu novia, que se llamaba como esa otra reina normanda, Matilde, que tejió un tapiz larguísimo con la gesta de su esposo: igualmente la tuya con esa actividad absorbente se consagraba a tí en tu ausencia; si llegaras vivo a puerto te esperaría otra caja igual para la siguiente singladura)

Mira que sabemos los españoles de improvisaciones. Demasiado. Pero eso de navegar sin artillería, y colocar unos tubos para que parecieran cañones... Y salir al Estrecho a combatir en esas condiciones...

Aunque vuestro barco, el destructor Gravina, navegaba con las luces apagadas, os divisó el crucero Cervera, que os persiguió y abrió fuego una y otra vez.

Un espectáculo estremecedor pero no exento de belleza: A vuestro alrededor silvaban los proyectiles del 15,24 que caían al agua provocando grandes surtidores. Navegábais en zig zag, intentando escapar, pero un cañonazo entró de lleno en la cámara de máquinas de popa; milagrosamente la espoleta no funcionó, y el proyectil atravesó la estructura e hizo otro boquete de salida bajo la línea de flotación. A duras penas se pudo achicar el agua empleando la falsa inyección de las bombas centrífugas de circulación de agua de mar a los condensadores.

La única salida en esas condiciones fue enfilar la cercana Casablanca y refugiarse en su puerto.

Allí vivísteis horas de intriga y tensión mucho antes que la ficción cinematográfica consagrara el lugar por el irreal Rick's Café Americain en cuya barra se apoyara con gesto abandonado un Humphrey Bogart impecablemente vestido de blanco.

Los cruceros enemigos quedaron al acecho, pues sabían que teníais que salir en pocas horas. Adicionalmente, empezaron a revolotear unos tipos siniestros ofreciendo ventajas a quien se pasara al enemigo, aún más si se entregaba el buque. La intriga tuvo éxito: casi todos los oficiales del buque desertaron.

Quiénes peores, si esos corruptores galgos verdugos (Corpus Barga dixit), o esos matones del comité revolucionario que tienes a bordo.

Así pues, hubo que echar cojones para violentar el bloqueo y salir de Casablanca: parecía la crónica de una muerte anunciada. Ya en demanda de Cartagena os cortó el camino de nuevo el crucero Cervera, que empezó a cañonear tu barco, presa fácil sin cañones ni oficiales.

Y como os disteis por perdidos, alguien dijo: “vamos a abordar a ese hijoputa y nos vamos a pique juntos”.
Nadie dijo nada, sólo tragásteis saliva, grave el continente mientras los silencios se agolpaban en la boca, y lo demás pasó como en un trance.

Virando con decisión, pusísteis proa al crucero a toda máquina; ordenaste cargar los tubos lanzatorpedos a sabiendas de que sería raro que llegaran a poder usarse; los cañones postizos eran tan inofensivos como las escopetas de feria.

Pero el barco entero era espolón de cóncava nave de Salamina:
con su sacrificio acaso se salvara Atenas!

Y entonces sucedió el milagro: en el crucero vieron claro el propósito suicida y se acojonaron, viraron en redondo y huyeron a toda máquina, bien que pegando cañonazos.

Y es que de proa el Gravina se mostraba tan breve como la sección de un cuchillo, y no era fácil acertarle.

Todo era extraño; eran extraños los días, aquella guerra, y sobre todo era extraño seguir vivo.
Seguías fumando y te sabía mejor, aunque cada vez que prendías un cigarrillo tuvieras que regalar otros dos.

Tomaste la foto justo después, con aquella Agfa de fuelle que años después me regalaste, navegando ya hacia Cartagena, desde el puente hacia popa, mala mar, aún se ve en la borda una grúa suelta, el hueco por la pérdida de una de las chalupas de salvamento durante el intercambio de disparos.
Recuerdo que en otra foto pareja de ésta un golpe de mar tapaba todo el barco salvo las chimeneas y el palo.

Pedro Bastida, cuánto agradezco que hurtaras tu cuerpo a las balas, a la metralla y a los miserables que luego premiaron tu valor con una prisión militar, condenando por “auxilio a la rebelión” a uno de los varones más fieles y más honrados que he conocido en mi vida, y cuyo coraje y dignidad tanto me han servido de ejemplo. Imagínatelo, me estoy haciendo viejo y aún me dura.