miércoles, 15 de abril de 2015

El viaje a la Luna


  
En mi niñez viví en un barrio extramuros que había sido rebautizado con el nombre de un hombre que había construido el primer submarino, así que todas sus calles cambiaron igualmente sus denominaciones por las de todos los miembros de la tripulación de aquel ingenio, y a las que quedaron les asignaron otras más o menos vinculadas: a la mía le pusieron la de calle de la Marina, había otra del Contramaestre, otra del Maquinista, etcétera.

Era una calle de bellos hotelitos con jardines muy al gusto francés, que discurría en paralelo no lejos de la vía; las locomotoras pasaban rugiendo varias veces al día y hacían temblar los cristales de la casa, de modo que mis hermanos y yo, pese a ser niños de la segunda mitad del siglo XX vivíamos recluidos en una especie de reserva vital del siglo XIX (alternativa Jules Verne, por lo del ferrocarril y el submarino, también por el viaje a la Luna que se detallará), gobernada por la autoridad silenciosa de nuestro fabuloso abuelo, que era el médico, y a quien todos llamaban Don Luciano. Pasaba consulta en el bajo de la casa, en un gran despacho lleno de bellos libros, de cuyo techo pendía una hélice de biplano convertida en lámpara.

El abuelo se negaba a instalar en casa las innovaciones del televisor y del teléfono, que a su entender trocaban la vida en exceso afanosa. Por descontado no teníamos coche, si bien mi padre hacía exclamar a Pepa la cocinera ¡Jesús María y José! cada vez que salía de casa como una centella -o algo menos- audazmente montado en un mosquito Velosolex. Bien considerado, televisión y automóvil eran invenciones no anticipadas por Verne, y el abuelo sentía en cambio mucha simpatía por el globo aerostático -que lamentablemente quedaba fuera de sus posibilidades-, y se pasaba sus ratos muertos dibujando veleros de varios palos con todo su aparejo, que conocía con todo detalle; es más, distinguía perfectamente una balandra de una goleta de un queche de una bricbarca.

La abuela descansaba todas las cuestiones domésticas en nuestra tata Mónica (más conocida por su alias de La Perla) y en Pepa la cocinera, y vivía pendiente de la Iglesia y de sus visitas. Era fácil seguir su rastro por el reguero de estampas de santos y misales que iba dejando a su paso, y que aún hoy aparecen entre sus antiguas pertenencias.

Dijérase que fue pensando en ella que Gil de Biedma escribió los versos de De vita Beata:

En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia

Las calles eran de tierra batida y casi no había tráfico. De vez en cuando nuestra tía abuela Carmelina, que llevaba una ociosa vida de châtelaine en su mansión de los Turbintos, decidía que le apetecía ser visitada por nuestra abuela y nosotros, sus nietos, comme il faut, y entonces nos enviaba a su chófer, Enrique, ataviado con uniforme gris y gorra al volante de un viejo Fiat inmenso con unos cromados relucientes que era largamente observado desde jardines y ventanas mientras recorría majestuosamente la calle de la Marina.

En todo esto había una curiosa dosis de paralelismo inglés, dado que nuestra casa había pertenecido  antes a un ingeniero inglés, Don Arturo Warrington, representante de la compañía belga de los tranvías, la “Societé des Tramways de Carthagène”, que se había hecho traer de su país unas preciosas chimeneas de hierro colado y tiro regulable con el lema Empire made grabado. Y la mansión de la tía Carmelina también había sido construida para otro ingeniero inglés, y también tenía instaladas esas mismas salamandras e incluso unos lavabos y water closed victorianos realmente notables, frente a los cuales uno se sentía pequeño, muy pequeño.

Seres en estado de naturaleza, la ausencia de televisión no causaba trauma alguno en ningún habitante de la casa: Se escuchaba la radio, se observaba la existencia inane de las gallinas, cuyo número no menguaba merced a las contribuciones de la clientela, y el abuelo nos leía unas obritas de teatro con bellos ejemplos morales que escribía en unas libretas apaisadas, o bien ponía disco tras disco de ópera en su gramola. Si nos cansábamos de oír cantar al abuelo -que siempre intervenía doblando al barítono-, teníamos un rudimentario cinematógrafo con el que mi hermano mayor proyectaba unas peliculitas naïf, más otras que en un estilo lineal muy alpha art él mismo dibujaba con tinta china sobre tiras de papel de cebolla.

Los niños, desde bien pequeños, ocupábamos la calle, a veces bajo la atenta vigilancia de alguna criada, a veces ni eso. Ya dije que pocos fenómenos rompían la quietud del barrio; uno de mis primeros recuerdos es oír a las golondrinas al atardecer, resistiéndose a pausar su existencia perentoria ante la inminencia de la puesta de sol.

Pero hubo uno -un fenómeno- que hizo su aparición una vez y que se reservó a los niños: un alto y viejo furgón entoldado tirado por un gran percherón; en el pescante se sentaba un hombre tan viejo como el Holandés Errante debió serlo -algunos adultos dijeron luego que era un veterano de la guerra de Cuba-. Junto a él pendía una campana, que iba tañendo sin apremios, hasta parar en medio de la calle. Entonces se apeó y, haciendo aspas con los brazos muy teatralmente, soltó una perorata mientras señalaba los dibujos -inspirados en Meliès- que decoraban el entoldado, primorosamente rotulado en colores con el lema:

Viaje a la Luna

Los niños nos arremolinamos ansiosos alrededor del furgón, acariciábamos las crines del percherón, y luego porfiábamos para que la madre o incluso la criadita suministraran la moneda que permitía que el viejo, como en el caso del barquero Caronte, franqueara el embarque a la barca/furgón a través de una escalerilla colapsable.

Antes hubo que vencer la reserva de alguna madre, que temía que el viejo fuera un moderno trasunto del flautista de Hamelin, que a la postre limpiara de niños la calle para siempre -idea que por cierto no disgustaba a todo el mundo-.

Una vez dentro, todos los niños nos sentamos en unas bancadas de madera; del techo pendían colgantes y móviles que aludían inocentemente al objeto que consagraba el viaje. Éste último no consistía sino en dar una buena vuelta por las manzanas adyacentes escuchando la sarta de monsergas que en tono misterioso largaba el viejo sin esfuerzo. Los niños, encantados.

El viaje duraba lo suyo, porque ni el viejo ni el percherón ni nosotros mismos teníamos prisa. Es más, si algo teníamos en común los tres era el singular privilegio de ser aún todos dueños del tiempo. Bien considerado, aquello sólo tenía mérito en el viejo, dado que el caballo carecía de juicio, y nosotros poco más.

Quisiera decir que en aquel viaje sucedieron prodigios sin cuento, o que algo tuvo de iniciático, o que al volver a bajar por la escalerilla colapsable uno no era el mismo que había sido, pero cualquiera de estas cosas sería materia tan falsa como las aventuras del barón de Münchausen.

Tras depositarnos en nuestra calle, el viejo se largó por donde vino. Luego, las criaditas se enzarzaron en discusiones por ver a qué casa correspondía el derecho a retirar de la vía pública la bosta que había dejado el caballo, tan benéfica para las flores de los jardines.


Un par de años después se anunció a bombo y platillo que la misión Apolo XI había llegado a la Luna, pero se comprenderá que a una serie de niños y a mí la noticia nos pareciera absolutamente irrelevante: ¡nos habíamos anticipado a los americanos en tal viaje!