lunes, 17 de marzo de 2014

Santiago Garcés

Hace poco un amigo me envió unas fotos de la finca El Fondó, en las cercanías de Monóvar, donde se encuentra la villa que sirviera de última sede al ya entonces cuasi-fantasmal gobierno de la República en marzo de 1939. El Dr. Negrín con sus últimos fieles, casi todos más o menos vinculados al Partido Comunista, el único que sostenía la consigna de resistencia a ultranza de aquél, convencido como estaba de que sólo era cuestión de meses que la Segunda Guerra Mundial estallara, que eso alinearía a España con las grandes democracias, y sería a la postre su salvación.

Allí, en un lugar escondido e idílico, se representó el último bal masqué de la Guerra Civil española; sus actores no sólo fueron los políticos cuyos nombres registra la Historia, ni la corte de poetas (Rafael Alberti, María Teresa León) que puso el irreal contrapunto a aquéllos; veremos que los actores secundarios no desmerecen nada en este dramatis personǣ.

La lectura me recordó una extraña tarde de conversación que tuvo lugar aproximadamente en el otoño o invierno de 1987, un solitario día de semana.

Me encontraba de sobremesa en el Club Náutico de Los Alcázares, disfrutando de una animada conversación en buena compañía femenina. Salvo nosotros y un solitario anciano en una mesa próxima, el comedor se hallaba vacío.

La conversación en mi mesa había derivado -nada menos- que a la responsabilidad de los militares en el golpe de estado de julio de 1936; trataba el tema convencional del traidor y el héroe. El tono de mi diatriba era apasionado; en ese momento el anciano se levantó de su mesa, se acercó a la nuestra, y en tono sumamente educado terció en mi discurso -que no había podido evitar escuchar- recordándome que ya en el siglo XVI el padre Vitoria, el ilustre iusnaturalista español, había encontrado justificado el tiranicidio por el Derecho Natural.

A la postre el comentario no era idóneo, pues yo no estaba justificando a Franco, ni a Mola, ni a Sanjurjo, ni a ninguno de los generales golpistas, pero la entrada del anciano fue desde luego efectista, así que aclarado el caso le invitamos a compartir mesa, café y conversación. Sobre ésta última, lo que yo dijera es hoy irrelevante, salvo por un extremo puramente fortuito que fue detonante de una intensa emoción: fue ésta la que trajo todo lo demás.

Dijo llamarse Santiago Garcés.
Que muy joven, durante la guerra, fue director del Servicio de Inteligencia Militar de la República (en acrónimo, SIM).
Que de haber seguido a Negrín todas las fuerzas del bando republicano, la guerra no se habría perdido.
Que la causa inmediata de la derrota se debió a dos traiciones: la del coronel Casado en Madrid y la del almirante Buiza en Cartagena, al fugarse con la flota a Bizerta. Insistió con pasión en la condición de traidor de Buiza; me dió la impresión de que su animadversión era anterior a la defección de éste.
Que cruzó la frontera francesa con los restos del Ejército del Ebro en la dramática retirada de febrero de 1939, junto con el Presidente Azaña y otros. Más tarde supe que uno de éstos fue el coronel del Estado Mayor D. Manuel Estrada.
Que desde el sur de Francia regresó a Levante en avión junto con unos pocos fieles, para ponerse a las órdenes del gobierno y continuar la resistencia.

En su coche había recogido parte de los archivos del SIM, supongo que informes de particular importancia; otros los habría destruído. Obviamente los miembros de esta expedición no fueron a parar a ningún campo de concentración tras cruzar la frontera. El Presidente Azaña ya se había desentendido de la República; fue primero a París, donde se refugió en la embajada española, y después a Montauban, donde se recluyó hasta que la muerte le sorprendió en 1940, en vísperas de la débacle de Francia frente al invasor nazi. Allí terminó la sorprendente obrita de teatro (que él calificó meramente de “diálogo”) La velada en Benicarló, uno de cuyos personajes se llama Garcés, y en cuya boca coloca frases como: “la corriente inspiradora de la República ha quedado desviada o enturbiada”, o “nadie monopoliza la barbarie o el desmán”. Años después me pregunté si la coincidencia de nombres no sería casual, si no pensaría en Santiago Garcés aquél desencantado Azaña. Hoy pienso que no, o que la inspiración sería antitética.

En aquella época yo sabía de la existencia del SIM, pero nada más. No conocía la fama siniestra asociada a este nombre. Tampoco había escuchado nunca el nombre de Santiago Garcés.

Ignoraba, y lo supe después de conocerle, que Santiago Garcés formaba parte del grupo de guardias de asalto o carabineros que en Madrid, la noche del 12 de julio de 1936, en venganza por el asesinato del teniente José Castillo a manos de falangistas, decidieron secuestrar y asesinar a Calvo Sotelo, destacado diputado derechista.
De Calvo Sotelo se puede decir sin arriesgarse mucho que fue víctima, pero de haber vivido habría sido verdugo: ¿buscaba Garcés en el padre Vitoria una justificación a su desmán? ¿habría llegado a mixtificar tanto su culpa como para convencerse que había sido un nuevo Marco Bruto? El tema del héroe o el asesino no es sino una variación de la del traidor y el héroe.

Pero la conversación no discurría por tan ásperos derroteros. Continuó diciendo que marchó -como tantos otros- al exilio en México, donde se afincó y escaló puestos hasta situarse como ejecutivo de la compañía PEMEX (no sería el único republicano español en su plantilla); formando parte de una delegación de ésta pudo visitar España a comienzos de los años setenta; unos años después de muerto Franco, ya jubilado, se atrevió a regresar definitivamente a su patria.

Le pregunté si conocía al coronel Manuel Estrada Manchón, también exiliado en México. No sólo le conocía, sino que había trabajado estrechamente con él durante la guerra; con él cruzó la frontera francesa, y con él pasó los últimos días en España hasta el exilio definitivo; glosó su trayectoria, su desengaño y alejamiento posteriores del Partido Comunista, su inmensa calidad como intelectual, su brillante obra ensayística, injustamente desconocida en España...

Le conté entonces que Manuel Estrada era sobrino de mi abuelo Luciano Estrada, que sus hermanos menores, Eugenio y Felisa, habían pasado la guerra refugiados en su casa de Alumbres -donde ejercía de médico- con mi padre y mi abuela, y que merced a la intervención del coronel mi abuelo salvó la vida, pues fue secuestrado por unos facinerosos debido a su notoria condición de católico y conservador, y aquél consiguió tanto su liberación como la de todos los secuestrados, que habían sido ingresados en la Prisión de San Antón sin formación de causa.

La coincidencia le conmovió. No sabia nada de Manuel Estrada desde que volvió a España, ¿qué era de él? ¿tenía yo noticias suyas?

Sin pensarlo dos veces, le espeté que Manuel Estrada había muerto unos años antes, en 1980, de forma un tanto absurda, pues había sufrido al parecer una caída en la escalinata de la Universidad Autónoma, en Ciudad de México, de la que era catedrático.

La noticia le produjo verdadera consternación. Se llevó pudorosamente una mano al rostro y a duras penas reprimió un sollozo.

Todavía con los ojos llenos de lágrimas, me contó entonces el último episodio en aquella villa cercana a Monóvar. Los frentes se derrumbaban, nadie cumplía las órdenes, la flota había zarpado y en Cartagena había estallado una rebelión para entregar la plaza a Franco; Madrid, la capital de la defensa numantina, quedaba abierta a las tropas del invasor... Negrín se derrumbó también, ya nada se podía hacer. Pero él, Santiago Garcés, tuvo una idea, una acción insensata que serviría para que la República no fuera conquistada por Franco, para que una parte de España quedara bajo otro ocupante, de modo que tras el estallido de la Guerra Mundial, desde allí renaciese la República, alineada con los aliados... ¿Cómo? Muy sencillo: en el aeródromo de Los Llanos, cerca de Albacete, aún quedaba operativa una escuadrilla de bombarderos Katiuska, los cuales, dotados de tanques de combustible auxiliares, partirían en una misión sin retorno para bombardear el Vaticano. La salvaje acción produciría tal conmoción en el mundo entero que una fuerza armada amparada por la Sociedad de Naciones ocuparía inmediatamente la zona republicana, cuyas fuerzas no ofrecerían resistencia: voilà, una parte de España no sería franquista.
Negrín no dudó ni un instante: ¡No!. Como Garcés insistiera, la negativa del Presidente fue violenta, tajante.

Yo escuchaba sus palabras estupefacto, supongo que con los ojos abiertos como platos, pues la autenticidad del testimonio era innegable. Garcés lloraba.

Incurro en la inelegancia de señalar lo obvio: la idea de Garcés no sólo era una salvajada; era un disparate que ni habría llevado aparejadas las consecuencias pretendidas ni habría permitido un digno recuerdo de la República ni de las miles de personas de toda condición que por ella lucharon.

Pero para ser justos, pienso que Garcés contaba esto como una muestra de la situación delirante de esas últimas horas en territorio español; que no intentaba justificarse, que no pretendía que aquella idea hubiera servido para algo. En suma, que lo sensato fue la negativa de Negrín.
Paseando antes de despedirnos, me contaba que estaba desarrollando una teoría política que denominaba “panacea municipal”. A grandes rasgos, parecía mostrar una fe infinita en las posibilidades de democracia real en los pueblos y ciudades, más que en ámbitos más amplios. A la idea no le faltaba su lógica. La realidad, sin embargo, ha derivado hacia algo más siniestro, pues la administración local española es sin duda el epítome de la corrupción y el lumpen.

La idea es desde luego muy española, pudo venir sugerida por la tradición foral y por esa tendencia a la asamblea gemánica que tanto carácter -para bien y para mal- ha impreso en nuestro volksgeist. Quizá esta teoría viniera inspirada en la lúcida exposición que sobre la materia trazara uno de los autores del exilio más injustamente desconocidos: Antonio Ramos Oliveira, que publicó en México su Historia de España.

Escribió su nombre y teléfono en un papel, que aún conservo. Me pidió que le llamara, que nos viésemos alguna vez. Nunca lo hice.