Hace
poco un amigo me envió unas fotos de la finca El Fondó, en las
cercanías de Monóvar, donde se encuentra la villa que sirviera de
última sede al ya entonces cuasi-fantasmal gobierno de la República
en marzo de 1939. El Dr. Negrín con sus últimos fieles, casi todos
más o menos vinculados al Partido Comunista, el único que sostenía
la consigna de resistencia a ultranza de aquél, convencido como
estaba de que sólo era cuestión de meses que la Segunda Guerra
Mundial estallara, que eso alinearía a España con las grandes
democracias, y sería a la postre su salvación.
Allí,
en un lugar escondido e idílico, se representó el último bal
masqué de la Guerra Civil
española; sus actores no sólo fueron los políticos cuyos nombres
registra la Historia, ni la corte de poetas (Rafael Alberti, María
Teresa León) que puso el irreal contrapunto a aquéllos; veremos que
los actores secundarios no desmerecen nada en este dramatis
personǣ.
La
lectura me recordó una extraña tarde de conversación que tuvo
lugar aproximadamente en el otoño o invierno de 1987, un solitario día de semana.
Me
encontraba de sobremesa en el Club Náutico de Los Alcázares,
disfrutando de una animada conversación en buena compañía
femenina. Salvo nosotros y un solitario anciano en una mesa próxima,
el comedor se hallaba vacío.
La
conversación en mi mesa había derivado -nada menos- que a la
responsabilidad de los militares en el golpe de estado de julio de
1936; trataba el tema convencional del traidor y el héroe. El tono
de mi diatriba era apasionado; en ese momento el anciano se levantó
de su mesa, se acercó a la nuestra, y en tono sumamente educado
terció en mi discurso -que no había podido evitar escuchar-
recordándome que ya en el siglo XVI el padre Vitoria, el ilustre
iusnaturalista español, había encontrado justificado el tiranicidio
por el Derecho Natural.
A la
postre el comentario no era idóneo, pues yo no estaba justificando a
Franco, ni a Mola, ni a Sanjurjo, ni a ninguno de los generales
golpistas, pero la entrada del anciano fue desde luego efectista, así
que aclarado el caso le invitamos a compartir mesa, café y
conversación. Sobre ésta última, lo que yo dijera es hoy
irrelevante, salvo por un extremo puramente fortuito que fue
detonante de una intensa emoción: fue ésta la que trajo todo lo
demás.
Dijo
llamarse Santiago Garcés.
Que
muy joven, durante la guerra, fue director del Servicio de
Inteligencia Militar de la República (en acrónimo, SIM).
Que
de haber seguido a Negrín todas las fuerzas del bando republicano,
la guerra no se habría perdido.
Que
la causa inmediata de la derrota se debió a dos traiciones: la del
coronel Casado en Madrid y la del almirante Buiza en Cartagena, al
fugarse con la flota a Bizerta. Insistió con pasión en la condición
de traidor de Buiza; me dió la impresión de que su animadversión
era anterior a la defección de éste.
Que
cruzó la frontera francesa con los restos del Ejército del Ebro en
la dramática retirada de febrero de 1939, junto con el Presidente
Azaña y otros. Más tarde supe que uno de éstos fue el coronel del
Estado Mayor D. Manuel Estrada.
Que
desde el sur de Francia regresó a Levante en avión junto con unos
pocos fieles, para ponerse a las órdenes del gobierno y continuar la
resistencia.
En
su coche había recogido parte de los archivos del SIM, supongo que
informes de particular importancia; otros los habría destruído.
Obviamente los miembros de esta expedición no fueron a parar a
ningún campo de concentración tras cruzar la frontera. El
Presidente Azaña ya se había desentendido de la República; fue
primero a París, donde se refugió en la embajada española, y
después a Montauban, donde se recluyó hasta que la muerte le
sorprendió en 1940, en vísperas de la débacle de Francia
frente al invasor nazi. Allí terminó la sorprendente obrita de
teatro (que él calificó meramente de “diálogo”) La velada en
Benicarló, uno de cuyos
personajes se llama Garcés, y en cuya boca coloca frases como: “la
corriente inspiradora de la República ha quedado desviada o
enturbiada”, o “nadie monopoliza la barbarie o el desmán”.
Años después me pregunté si la coincidencia de nombres no sería
casual, si no pensaría en Santiago Garcés aquél desencantado
Azaña. Hoy pienso que no, o que la inspiración sería antitética.
En
aquella época yo sabía de la existencia del SIM, pero nada más. No
conocía la fama siniestra asociada a este nombre. Tampoco había
escuchado nunca el nombre de Santiago Garcés.
Ignoraba,
y lo supe después de conocerle, que Santiago Garcés formaba parte
del grupo de guardias de asalto o carabineros que en Madrid, la
noche del 12 de julio de 1936, en venganza por el asesinato del
teniente José Castillo a manos de falangistas, decidieron secuestrar
y asesinar a Calvo Sotelo, destacado diputado derechista.
De Calvo Sotelo se puede decir sin arriesgarse mucho que
fue víctima, pero de haber vivido habría sido verdugo: ¿buscaba
Garcés en el padre Vitoria una justificación a su desmán? ¿habría
llegado a mixtificar tanto su culpa como para convencerse que había
sido un nuevo Marco Bruto? El tema del héroe o el asesino no es sino
una variación de la del traidor y el héroe.
Pero la conversación no discurría por tan ásperos
derroteros. Continuó diciendo que marchó -como tantos otros- al
exilio en México, donde se afincó y escaló puestos hasta situarse
como ejecutivo de la compañía PEMEX (no sería el único
republicano español en su plantilla); formando parte de una
delegación de ésta pudo visitar España a comienzos de los años
setenta; unos años después de muerto Franco, ya jubilado, se
atrevió a regresar definitivamente a su patria.
Le pregunté si conocía al coronel Manuel Estrada
Manchón, también exiliado en México. No sólo le conocía, sino
que había trabajado estrechamente con él durante la guerra; con él
cruzó la frontera francesa, y con él pasó los últimos días en
España hasta el exilio definitivo; glosó su trayectoria, su
desengaño y alejamiento posteriores del Partido Comunista, su
inmensa calidad como intelectual, su brillante obra ensayística,
injustamente desconocida en España...
Le
conté entonces que Manuel Estrada era sobrino de mi abuelo Luciano
Estrada, que sus hermanos menores, Eugenio y Felisa, habían pasado
la guerra refugiados en su casa de Alumbres -donde ejercía de
médico- con mi padre y mi abuela, y que merced a la intervención
del coronel mi abuelo salvó la vida, pues fue secuestrado por unos
facinerosos debido a su notoria condición de católico y
conservador, y aquél consiguió tanto su liberación como la de
todos los secuestrados, que habían sido ingresados en la Prisión de
San Antón sin formación de causa.
La coincidencia le conmovió. No sabia nada de Manuel
Estrada desde que volvió a España, ¿qué era de él? ¿tenía yo
noticias suyas?
Sin pensarlo dos veces, le espeté que Manuel Estrada
había muerto unos años antes, en 1980, de forma un tanto absurda,
pues había sufrido al parecer una caída en la escalinata de la
Universidad Autónoma, en Ciudad de México, de la que era
catedrático.
La noticia le produjo verdadera consternación. Se llevó
pudorosamente una mano al rostro y a duras penas reprimió un
sollozo.
Todavía con los ojos llenos de lágrimas, me contó
entonces el último episodio en aquella villa cercana a Monóvar. Los
frentes se derrumbaban, nadie cumplía las órdenes, la flota había
zarpado y en Cartagena había estallado una rebelión para entregar
la plaza a Franco; Madrid, la capital de la defensa numantina,
quedaba abierta a las tropas del invasor... Negrín se derrumbó
también, ya nada se podía hacer. Pero él, Santiago Garcés, tuvo
una idea, una acción insensata que serviría para que la República
no fuera conquistada por Franco, para que una parte de España
quedara bajo otro ocupante, de modo que tras el estallido de la
Guerra Mundial, desde allí renaciese la República, alineada con los
aliados... ¿Cómo? Muy sencillo: en el aeródromo de Los Llanos,
cerca de Albacete, aún quedaba operativa una escuadrilla de
bombarderos Katiuska, los cuales, dotados de tanques de
combustible auxiliares, partirían en una misión sin retorno para
bombardear el Vaticano. La salvaje acción produciría tal conmoción
en el mundo entero que una fuerza armada amparada por la Sociedad de
Naciones ocuparía inmediatamente la zona republicana, cuyas fuerzas
no ofrecerían resistencia: voilà, una parte de España no
sería franquista.
Negrín no dudó ni un instante: ¡No!. Como Garcés
insistiera, la negativa del Presidente fue violenta, tajante.
Yo escuchaba sus palabras estupefacto, supongo que con
los ojos abiertos como platos, pues la autenticidad del testimonio
era innegable. Garcés lloraba.
Incurro en la inelegancia de señalar lo obvio: la idea
de Garcés no sólo era una salvajada; era un disparate que ni habría
llevado aparejadas las consecuencias pretendidas ni habría permitido
un digno recuerdo de la República ni de las miles de personas de
toda condición que por ella lucharon.
Pero para ser justos, pienso que Garcés contaba esto
como una muestra de la situación delirante de esas últimas horas en
territorio español; que no intentaba justificarse, que no pretendía
que aquella idea hubiera servido para algo. En suma, que lo sensato
fue la negativa de Negrín.
Paseando antes de despedirnos, me contaba que estaba
desarrollando una teoría política que denominaba “panacea
municipal”. A grandes rasgos, parecía mostrar una fe infinita en
las posibilidades de democracia real en los pueblos y ciudades, más
que en ámbitos más amplios. A la idea no le faltaba su lógica. La
realidad, sin embargo, ha derivado hacia algo más siniestro, pues la
administración local española es sin duda el epítome de la
corrupción y el lumpen.
La idea es desde luego muy española, pudo venir
sugerida por la tradición foral y por esa tendencia a la asamblea
gemánica que tanto carácter -para bien y para mal- ha impreso en
nuestro volksgeist. Quizá
esta teoría viniera inspirada en la lúcida exposición que sobre la
materia trazara uno de los autores del exilio más injustamente
desconocidos: Antonio Ramos Oliveira, que publicó en México su
Historia de España.
Escribió su nombre y teléfono en un papel, que aún
conservo. Me pidió que le llamara, que nos viésemos alguna vez.
Nunca lo hice.
Me ha encantado su narración. Ayuda a comprender un poco más este nefasto episodio de España que hace aún más aplastante el hecho de que aquellos barros, estos lodos.
ResponderEliminar¿"Obrita de teatro", La Velada en Benicarló? Nada menos!!!! Se trata de un Diálogo, cuasi género literario autónomo y olvidado en España tras ser cultivado, entre otros, por Blanco White... Y constituye un testamento político y literario que hoy en día se venera entre especialistas y profanos. "Obrita de teatro"...???
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