lunes, 5 de noviembre de 2018

Sobre yugos y flechas, y sobre el mejor vino del mundo




He aquí una muy singular etiqueta de vino: la del Château Mouton Rothschild de 1924.

Era la primera cosecha en la que había impreso su impronta un entonces jovencísimo barón Philippe de Rothschild (21 años de edad), que de paso revolucionaba estéticamente el etiquetado del vino, al utilizar con tal fin una obra de arte singular.

La mayor parte de las marcas bordelesas continúan usando en sus etiquetas antiguas estampas o grabados con la imagen de sus châteaux, normalmente monumentales edificaciones que transmiten ideas conservadoras de nobleza y opulencia. Pero el Mouton, aunque posee uno de los mejores viñedos del mundo, no tiene ninguna mansión reseñable.

Y el barón Philippe fue cualquier cosa menos conservador: aunque usó esta  etiqueta durante varios años, a partir de 1945 cada una ha sido diferente a las anteriores. Incluso  constituyen un justificado objeto de colección, ya que sus diseños han corrido a cargo de artistas  de la talla de Picasso, Joan Miró, Dalí, Kandinsky, Chagall, Francis Bacon, Andy Warhol, Jeff Koons... Incluso el gran John Huston, cuyas dotes pictóricas eran desconocidas para muchos, fue el autor de la etiqueta de la añada de 1982.

El curioso lector puede visitar ese peculiar museo en la página de la bodega:

https://www.chateau-mouton-rothschild.com/label-art/discover-the-artwork

Fallecido el barón en 1988, su heredera, la baronesa Philippine de Rothschild, ha continuado esta tradición.

Pero volvamos a la etiqueta de la añada de 1924; de estilo cubista, su autor fue Jean Carlu, conocido por sus carteles publicitarios, algunos verdaderos iconos de su época. En la imagen se integran los motivos de la marca y de la familia: la silueta de los chais (las naves de vinificación, a falta de mansión), la cabeza de un carnero (en francés, mouton)… y un yugo y un haz de cinco flechas, superpuestos y en color rojo.

Sí, exactamente los mismos elementos, y con idéntico color y disposición, que los adoptados por José Antonio Primo de Rivera en 1933 para su partido, Falange Española.

¿Una mera coincidencia?

Adelanto que a mi juicio, no.

 Y por otro lado ¿Qué pinta el yugo y las flechas en manos de la familia Rothschild?

Pues mucho, porque ambos símbolos aparecen en el escudo que se dió el fundador de la estirpe, Mayer Amschel (nacido en 1744), pero por separado, uno a cada lado, exactamente con la misma disposición establecida por los Reyes Católicos.

Respecto al color, que Carlu mostrase el yugo y las fechas en rojo no fue un capricho. Rothschild significa en altoalemán “escudo rojo”, porque así estaba marcada la casa familiar en la Judengasse del ghetto de Frankfurt (destruida en 1944 durante un bombardeo norteamericano).


Destaquemos, sin embargo, que en la heráldica de los Reyes Católicos ambos símbolos están representados en color oro, como pueden verse copiosamente en los relieves de las techumbres de la Aljafería de Zaragoza.

Uno puede plantearse la posibilidad de que la prestigiosa familia Rothschild hubiese adoptado estos elementos heráldicos españoles por su origen sefardita, pero no es el caso: no es discutible el origen ashkenazi (judíos alemanes o centroeuropeos) de la familia.


Pocas veces una estirpe ha sido tan fiel a unos símbolos, pues el fundador, Mayer Amschel, inculcó en los suyos un espíritu de unidad, fidelidad y obediencia a los sucesivos patriarcas.

¿De dónde tomó, pues, el viejo Mayer Amschel el yugo y las cinco flechas?

A mi juicio, de las monedas de los Reyes Católicos. La familia Rothschild, como otras muchas familias judías, se había dedicado a operaciones de préstamo y a dar cartas de crédito. Desde el medievo, el respaldo del sistema financiero judío se basaba no sólo en el oro, sino en las monedas de prestigio, que hasta principios del siglo XIX fueron sobre todo españolas, por su abundancia y calidad (recuérdense los columnarios, las “piezas de a ocho” que cantaba el loro en la Isla del Tesoro de Stevenson, y que fueron el origen del dólar norteamericano, cuyo símbolo aún conserva las dos columnas de la monarquía Hispánica, los dos estremos del mundo…).

El conde Egon Caesar Corti, uno de los pocos que accedió a los archivos familiares de la Judengasse antes de su destrucción en 1944, nos da cuenta de que el viejo Mayer Amschel había sido consejero y suministrador de monedas de muy ilustres coleccionistas, hasta el punto de convertirse, con sólo 25 años de edad, en el proveedor oficial de los príncipes electores de Hesse (vid. CORTI, Egon Caesar, La Maison Rothschild, vol. I, Payot, Paris 1929, pp. 14 a 16).

El barón usó cinco flechas porque tuvo cinco hijos varones, en los que basó su expansión por Europa. Los Reyes Católicos, o más bien la reina Isabel, a quien representaba este símbolo, usaron indistintamente haces de sólo tres flechas hasta haces de una docena.

Aclarado el caso (o hecha la propuesta de aclaración) de los Rothschild, debemos volver a José Antonio Primo de Rivera. Una tradición que procede del mismo José Antonio quiere que el yugo y las flechas de Falange sean los del escudo de los Reyes Católicos, donde ya hemos visto que no tienen ni esa disposición ni ese color.

¿Pudo tomar José Antonio esta moderna representación de la etiqueta de Carlu?

Pienso que sí, lo que no significa en modo alguno que él no conociese el significado histórico de tales símbolos.

En abierto desafío al espíritu de los movimientos sociales de masas, ejercía en Madrid de elitista sin complejos, y se hacía rodear de un reducido y selecto grupo de poetas, aristócratas y dandys, que se jactaban además del disfrute de los mejores manjares.

Hablamos de Agustín de Foxá (que era conde), de Sánchez Mazas (padre del novelista Sánchez Ferlosio, también aristócrata y notable poeta), del también poeta Luys de Santamarina, del entonces vanguardista Giménez Caballero, de Mourlane Michelena, de Dionisio Ridruejo... todos ellos excelentes escritores, hoy olvidados por la tiranía de lo políticamente correcto.

Redimido sólo Ridruejo, porque vivió lo suficiente para renegar del franquismo, los demás murieron demasiado pronto (salvo Giménez Caballero), y aunque durante sus últimos años vivían de espaldas al régimen, no tuvieron tiempo de adscribirse a corriente o generación alguna ni a mostrar en sus escritos las razones profundas de ese distanciamiento. A mi juicio son todos en mayor o menor medida heterodoxos (siempre una difícil heterodoxia la de un falangista, mas no imposible), como explícitamente reconoce Andrés Trapiello de Foxá; personajes incómodos o desencantados en el estólido ambiente cultural de los años 40 y 50. Deberíamos ser capaces de leerlos como se lee en Francia a Louis Ferdinand Céline o a Drieu La Rochelle, no buscando justificación ideológica, ni rechazándoles, una vez constatado que no son nuestros gemelos homocigóticos… recordemos que la Literatura no constituye un plan de salvación político-social.

Para escarnio de los modernos papanatas, recuerdo aquí a un hombre tan comprometido con la República en el exilio como Max Aub, quien relató en esa crónica emocionante y desencantada que es La gallina ciega cómo en su primer regreso a España desde su exilio en México, a finales de los años 60, va a Barcelona en busca de su amigo de juventud, Luys de Santamarina, falangista amigo del fundador, pero condenado al ostracismo por el régimen de Franco. Beben juntos en un bar cualquiera, un lugar anodino; allí se encuentran dos hombres cansados, qué más amargo, el exilio interior de Santamarina, o la pérdida física de la patria de Max Aub. Se enfrentaron en la guerra, pero queda aún la amistad, la recíproca admiración de dos excelentes escritores.

Pero volvamos a la corte joseantoniana y a sus soirées: José Antonio, además de frecuentar la mejor mesa madrileña en el restaurante Rimbombín, en el Ritz o en el Savoy, había sido el creador de las “cenas de Carlomagno” en el Hotel de París de la Carrera de San Jerónimo. En esas teatrales cenas, a las que sólo acudían sus selectos amigos preceptivamente vestidos de smoking, bajo la luz de candelabros de plata (pas d’électricité, merci), se comían rebuscados manjares (como la carne de tortuga) y se reservaba un sillón vacío con una piel de corzo para Carlomagno, que desconsideradamente, siempre faltaba a la convocatoria.

Nadie lo ha comentado, y yo no estuve allí, pero estoy seguro de que no bebían el valdepeñas de entonces.

¿Tuvo José Antonio trato personal con los Rothschild?

De un modo u otro, sí.

Su padre, el general Miguel Primo de Rivera, favoreció durante su mandato todos los negocios de la  familia de banqueros, que era dueña de los más importantes recursos mineros (Almadén, Ríotinto, Peñaroya…) y ferroviarios de España. Fue bajo su dictadura que se promulgó una ley que concedía la nacionalidad a los sefarditas y se abrió en Madrid la primera sinagoga desde la expulsión en el siglo XV (llamada Midrás Abarnabel, situada frente al Teatro de la Comedia).

Fue financiada por un notable prócer judío, Ignacio Bauer, amigo personal de Alfonso XIII, cuyo palacio en la calle San Bernardo frecuentaba José Antonio, que recordemos, era marqués de Estella, Grande de España y gentilhombre de cámara del rey, y que estaba fascinado por la belleza de las hijas del patricio (Alfredo Amestoy, Tras las huellas de Jose Antonio en Madrid, sus pasos contados, 2015). Los Bauer llevaban desde 1856 en España, como representantes y encargados de negocios de la casa Rothschild, con quienes estaban además emparentados. Cultivaban el lujo, y sus salones imponían moda.

No es nada extraño que allí José Antonio conociese el Château Mouton.

En aquella época (años 20 y 30), el vino de mesa español carecía absolutamente del prestigio que hoy posee, y todos los buenos restaurantes exhibían en sus cartas media docena de vinos franceses como lo más excelso. Normalmente algún Champagne, algún clarete de Borgoña (lo más frecuente, el Chablis), y siempre varios Burdeos: los más selectos, en los mejores restaurantes, el Château Mouton, junto al Margaux, el Lafite o el Petrus. Tal es de ver en las viejas cartas de vinos de locales como Lhardy, en Madrid. También en boca de los mejores gourmets españoles, como Julio Camba, que en la década de 1920, en su muy recomendable La casa de Lúculo se lamenta de la mala calidad de los vinos de Rioja, y hace una detallada exposición de todos los grands crus de Burdeos, recordando al menos media docena de añadas de Château Mouton y de Château Pouget como quintaesencia de lo exquisito…

Afortunadamente, han cambiado mucho las cosas desde entonces.

Otro Hotel de Paris, el de Cartagena, era famoso en la ciudad por su excelente bodega de vinos de Burdeos. Años antes, un antepasado mío, marchante de esos vinos, tasaba los perjuicios sufridos tras la insurrección Cantonal, pues los revolucionarios se habían bebido absolutamente todas las barricas de vino sin pagárselo al dueño, lo que sin duda les insufló bon courage para repeler los ataques de los centralistas.

En suma, José Antonio por fuerza conocía el Château Mouton Rothschild como paradigma asociado a las élites, y más que posiblemente la adopción de la simbología falangista fue una mezcla de boutade y recuperación de un símbolo histórico de la monarquía Hispánica, en torno a una buena mesa, con alguna botella de Mouton vacía y el ambiente lleno de humo de buen tabaco cubano. Y eso explica la coincidencia de color, número de flechas y disposición del símbolo adoptado por la Falange, entre todas las opciones posibles.

De paso, el gesto posiblemente servía para recordar a los Rothschild que el uso de unos símbolos nítidamente hispánicos era punto menos que una usurpación.

Para terminar, y para aquellos que arruguen el ceño al leer acerca de ciertos vinos bordeleses, hemos de decir que éstos siguen brillando a gran altura, y no sólo por su precio inmoderado, al fin y al cabo fruto de la ley de la oferta y la demanda: lo que tienen en común vinos como el Château Mouton, el Lafite, el Pétrus o el Latour, es una longevidad casi sobrenatural. Cuando sus hermanos de cosecha de cualquier parte del mundo están muertos, ellos empiezan a desplegar unos aromas diríase feéricos.

El gran Robert Parker, en su voluminosa Guide des vins de Bordeaux, su obra más personal y apasionada, y en todo caso uno de los libros más interesantes jamás escritos sobre el vino, cuenta del Mouton de 1945 (degustado en 1997) que le otorgó 100 puntos únicamente porque el baremo de notación no permitía ir más allá; consideraba este vino una verdadera leyenda del siglo XX:

“...destacables aromas exóticos, suaves y maduros, a frutos rojos, a café, a tabaco, a moka y a especias orientales… el conjunto, opulento y rico, manifiesta una densidad extraordinaria… el final, largo de más de un minuto, revela un bello despliegue de extractos de fruta y suaves taninos… de este vino es destacable su juventud… ¿durará aún otros 50 años?” (PARKER, Robert, Guide Parker des vins de Bordeaux, Paris 2005, p. 254)   

Y sobre el Château Lafite, también propiedad de los Rothschild, relata algunas experiencias casi sobrenaturales al degustar en 1995 una serie de cosechas del siglo XIX, entre ellas, la de 1832 (sic), que aún exhalaba “… una nariz de caja de tabaco, de té helado y de hierbas, y presenta en boca aromas frágiles, ligeramente cerrados… encuentro destacable que este vino aún conserve aroma a fruta...”; o las de 1849 y 1865, a las que se atreve a augurar aún sus buenos 50 años de vigencia. De la última, dice: “mi nota de degustación comenzaba con un muy elocuente “Ouahou!!”… este vino de otro mundo aún muestra un color granate mediano, ligeramente oxidado y anaranjado por los bordes… el final, largo y voluptuoso expresa la perfecta redondez… es difícil imaginar un vino de 130 años, elaborado en vida de Robert E. Lee y de Ulysses S. Grant, feroces adversarios durante la Guerra de Secesión, en tal grado extraordinario, pero aquí está… lo he visto, olido, degustado y bebido. ¡Es irreal!” (PARKER, op. cit., p. 227).

En todo caso, el yugo y las flechas, superpuestos y en rojo, son hoy para todo el mundo el símbolo de la Falange, y nunca más volvieron a ser usados como los dibujara Carlu por los Rothschild, aunque éstos los sigan exhibiendo por separado, exactamente tal como lo hacían Isabel y Fernando...