viernes, 23 de febrero de 2024

Dos o tres cosas que ya no voy a poder decirle a Javier Marías





 

Enmedio del sestero de hoy, 11 de septiembre, apoteosis de los separatistas catalanes, que, nostálgicos de su Edad de Oro (en la que fueron puros de sangre, tocados de  barretina, comedores de salchichón de Olot, heroicos, y sólo habladores de catalán incontaminado), pelean entre ellos por la Verdad contenida en no sé qué vaso esencial, mientras las tropas rusas retroceden en el Noreste de Ucrania, y las exequias de la reina Isabel II de Inglaterra obstruyen todos los televisores de Occidente: en medio de todo esto, bajo el calor de este interminable verano, cuando salía de una cabezada y dudaba de dar otra, tomé el móvil y eché una ojeada a Facebook, donde una amiga virtual, Tiotimolina Querulante, compartía tempranamente la noticia brutal del fallecimiento de Javier Marías.

Hace ya más años que meses que me venció la repugnancia y rompí el hábito, que adquirí en el bachillerato, de leer el diario El País, cuya degradación hasta ser el portavoz de la Estupidez Políticamente Correcta ha sido pareja a la progresiva expulsión de cualquier firma digna de mención o respeto.

Para cuando extrañaron de sus páginas a Félix de Azúa, yo ya había dejado de leer el diario. No sé si el joven Marías, como Benet le bautizó, seguía ocupando la última página de El Semanal, su Zona fantasma, que a mí me gustaba mucho, pues siempre me pareció un alarde de inteligencia e independencia, que progresivamente se iba haciendo cada vez más peligrosa para su autor, porque, no nos engañemos: una cosa es épater les bourgeois, y otra muy diferente provocar a los Guardianes de las Esencias de la Nueva Izquierda, o a los independentistas, todos ellos tan feos como paletos e intolerantes; tanto, que claman para que la Lengua Española sea reformada (en el caso de los segundos, suprimida), pues a ellos les sobra casi toda, teniendo en cuenta que tienen que distinguir angustiosamente entre femenino y masculino allí donde no hay tal, porque el prejuicio pseudo-religioso les amenaza a cada momento con el Pecado del Machismo.

Yo me conformaba, durante años, con leer la columna de Marías, porque ya he dicho que me gustaba mucho; de hecho, era casi lo único que merecía la pena leer en el otrora gran diario, que ahora me manda correos electrónicos ofreciéndome patéticamente que me haga suscriptor por 12 € al año; he hecho lo lógico:  he marcado esos correos como no deseados (spam), porque no quiero saber nada de ellos; a estas alturas, no me haría suscriptor ni aunque me pagaran. 

Pero yo seguía sin leer los libros de Marías, lo que se debía a un prejuicio que aún tengo en parte, el de no leer a mis contemporáneos, porque me falta conocer a demasiados otros autores de quien ellos forzosamente traen causa: anchos como los de La Mancha son los campos de mi ignorancia, y a la edad que voy cumpliendo, sé ya a ciencia cierta que esto no tiene remedio, sino burdo remedo.

Y en eso estaba, pero hace ya muchos años que por motivos profesionales iba yo con cierta frecuencia a Madrid, donde, entre otros, hice amistad con un compañero abogado que era buen lector suyo, le conocía personalmente, y supo captar en esas conversaciones arriba y abajo de la Cuesta de Moyano o compartiendo sobremesa, que a manudo versaban sobre libros y sobre la Guerra Civil y la II Guerra Mundial, que a mí me agradaría mucho leer a Marías.

Yo no decía que no, pero no arrancaba a comprar ningún libro, porque siempre llevaba muchos otros en danza, y mi prejuicio hacía el resto.

Hasta que un día, en la estación de Atocha, este amigo entró en una de las tiendas y salió con una edición de bolsillo de Todas las almas y me la puso en la mano, inoculándome inmisericorde y alevosamente (porque confiar un libro a pié de andén y embarcando en un slow train, es garantía de lectura inmediata y del tirón) un virus del que hoy todavía -felizmente-, no me he curado.

Porque esa suave cadencia marina entre la luz y las tinieblas, el sueño y la vigilia, la repetición de ideas y obsesiones, ese fraseo jazzístico tan propio del lenguaje literario de Marías, forma parte de esos juegos de nuestro discurso interior que no podemos evitar; sí simular, porque nos parece más digno mostrar que nuestro pensamiento es constante y nuestra es la línea recta, no los laberintos ni las repeticiones; cuando lo único que nos aleja de la angustia es la adopción de rutinas, cuando consideramos conmovedor un recurso literario, las propias aliteraciones.

Con estos balbuceos quiero decir que a mi juicio Marías es un escritor único, que nada tiene de  convencional, que no es un profesor pesadillo, ni un periodista en camisa de once varas.  

Me tropecé entonces en la novela con un personaje al que yo ya conocía, oscuro, fantasmagórico, que pareciera de ficción, un piloto mercenario para la República española llamado Oloff de Wet, cuya noticia hallara Marías en un libro sobre la guerra aérea en España escrito por Salas Larrazábal, ignorando que la fuente primaria y más extensa la constituía un libro raro y apasionante, Mitos y verdades, que se publicó en México en 1973, escrito por Andrés García Lacalle, esforzado piloto y jefe de la Escuadra de Caza de la aviación republicana, y que pienso habría encantado a Marías; singularmente, por la poco conocida historia sobre los primeros días de la guerra, cuando este piloto insuflaba moral a ciudadanos y soldados sitiados sobrevolando Madrid en solitario con un caza biplano, el único Hawker Fury que había en Cuatro Vientos, con el que tenía que desdoblarse día tras día, durante semanas, para enfrentarse con los aparatos nacionales; para cuando llegaron refuerzos, García Lacalle era un hombre roto, agotado física y mentalmente.

Y conoció a Oloff de Wet, habla de él, incluso aporta un poco conocido retrato suyo. Se trataba de un personaje tan atractivo como poco recomendable, que ofreció sus servicios de piloto mercenario a Franco, y sólo tras ser rechazado se ofreció a la República. 

Hace unos años ya era muy complicado encontrar ese libro, que a mí me envió una librería de México D.F., así que hice unas fotocopias de las páginas dedicadas al personaje y se las entregué a mi amigo, que también lo conocía y al que el hallazgo interesó mucho, como buen mitómano aficionado a las viejas historias de guerra, para que se las hiciera llegar a Marías a su casa, pero él me contestó que no, que iba a ser aún mejor: iba a ser que en uno de mis viajes a Madrid quedáramos a tomar una copa con el escritor, o incluso a cenar, y que yo se las diera personalmente.

Y como en un relato del propio Javier Marías, así entramos en un bucle de wishful thinking que se iría repitiendo como colofón obligado de conversaciones telefónicas, de falta de coincidencia en mis idas y venidas de Madrid, con la alternancia de períodos de olvido y reverdeceres del interés ante el hallazgo de una inesperada y desvaída foto, o una nueva noticia sobre la huidiza vida como espía y prisionero de los nazis del enigmático Oloff de Wet, o sobre una máscara funeraria o una terracota de Ezra Pound a él atribuida.

Y así fuimos procrastinando el plan de esta reunión tan prometedora, hasta que llegó un momento en que iba yo más a París que a Madrid y casi no hablaba con mi amigo, y aún después llegó este fatídico día 11 de septiembre con la noticia de que Javier Marías, definitivamente, sin la menor consideración, se había pasado al otro lado; para mí, no a su debido tiempo (y esto lo digo porque Cela solía decir eso, que uno siempre se muere a su debido tiempo).

No sé qué habrá hecho mi amigo con la fotocopias del libro, porque hace algún tiempo que ni voy a Madrid ni ya hablamos por teléfono. 


lunes, 8 de agosto de 2022

Sobre viejos fusiles, y sobre un error subsanable en la penúltima novela de Pérez Reverte

 





Estaba leyendo la penúltima novela de mi paisano, Arturo Pérez Reverte, Línea de fuego, ambientada en 1938, durante la batalla del Ebro.

Es sabido que el autor es sumamente preciosista en los detalles que podríamos denominar ‘de marca’, a fin de dar verosimilitud a escenas y personajes; esto es, sabemos que un oficial otea el horizonte con unos binoculares marca Zeiss o por el contrario, de una marca rusa de época; que el reloj de pulsera, la pluma, el tabaco, la pistola automática o la crema de afeitar son de una determinada marca, que realmente existían y eran habituales. El preciosismo es tal que, si uno repara un poco en él, se da cuenta de que esto importa más al autor que al propio personaje; pero con ello se retratan con precisión un lugar y época determinados.

Se trata de un recurso literario, y no de uno cualquiera; yo lo aprecio sobremanera, y pienso de inmediato en Truth of masks (‘La verdad de las máscaras’) de Óscar Wilde, un breve ensayo en el que, de modo magistral, se enfrentaba con Lord Lytton y una serie de críticos teatrales, a los que reprochaba su básica incomprensión de Shakespeare, quien cuidaba al máximo los detalles de vestuario en la mis en scène de sus obras, prácticamente todas ambientadas en el pasado. 

Shakespeare sabía perfectamente que la belleza del vestuario fascinaba al espectador, y se conservaban sus indicaciones escénicas para las tres grandes procesiones de su drama Enrique VIII, indicaciones extraordinariamente minuciosas en detalles como los collares del rey y las perlas en el cabello de Ana Bolena; y eran tan exactas estas indicaciones, que uno de los funcionarios de la Corte de aquella época, refiriendo en una carta a un amigo suyo la última representación de la obra en el teatro The Globe, se quejaba de su carácter realista y, sobre todo, de la aparición en escena de los caballeros de la Muy Noble Orden de la Jarretera, con sus mismos  trajes e insignias, cosa que tenía que poner en ridículo la ceremonia auténtica.

Wilde insistía en que no se trataba tanto de que Shakespeare apreciase el valor pintoresco de las bellas vestiduras como un añadido a lo poético, como de su importancia como medio de producir ciertos efectos dramáticos. Hasta los detalles más imperceptibles de la indumentaria, como el color de las medias de un mayordomo, el dibujo del pañuelo de una esposa, las mangas de un joven soldado, los sombreros de una dama elegante, adquieren en manos de Shakespeare una verdadera importancia dramática, y algunos de ellos incluso condicionan la acción de una manera absoluta.

Se pregunta Wilde acerca de la utilidad escénica de esa “arqueología”, como la tildó Lord Lytton (“extraño terror de los críticos”, le replicó Wilde), y se contesta retóricamente que única y exclusivamente es ella y sólo ella la que puede proporcionarnos la arquitectura y el aparato que convengan a la época en que se desarrolle la acción; en resumen, nos permiten contemplar épocas pasadas bajo su verdadero adorno.

No desvirtúa el argumento el que en un caso se trate de teatro y yo empezara hablando de novela,  porque en ésta el descuido, la infiltración de la contemporaneidad, en suma, lo anacrónico, puede convertir un relato de terror en una comedia… o al revés, que es casi peor.

¿Un ejemplo? Hace muchos años un escritor novel (que de ahí pasó con toda justicia al olvido) quedó finalista en un certamen de novela erótica, en la que una deidad vagamente mesopotámica (en torno al año 2.500 a.C.) se deleitaba comiendo tomates y arropándose con un edredón de plumas. Que los tomates no salieran de América hasta el siglo XVI no importó mucho al autor, que lamentablemente tampoco nos aclaró si habíamos de imaginar el modelo de edredón de Ikea o de El corte inglés.

Todo este excursus para decir que en la novela de Pérez Reverte la verdad de las máscaras alcanza al armamento usado en la batalla del Ebro, y aquí es donde la mayoría de los lectores se aburrirán o caerán en la decepción, pues comprendo que es materia que a pocos interesa, aunque se puedan contar algunas bonitas historias sobre el tema.

En suma, sobre el armamento usado en la batalla del Ebro, Pérez Reverte afirma con su aplomo habitual que los soldados republicanos usaban unos fusiles Mauser mexicanos viejos y malos (pág. 71). También habla de unos fusiles Mannlicher que estaban nuevos y flamantes, con su grasa de fábrica, y que eran muy apreciados.

Estas afirmaciones son incorrectas. El autor ha citado de oído, y al hacerlo ha cambiado unos fusiles por otros, y en un caso ha usado un juicio que se refiere no sólo a otro fusil, sino a otra época dentro de la misma guerra; cosa por otra parte excusable por el verdadero maremágnum de armamento de multitud de países que llegó de contrabando a la República, desafiando el embargo decretado por la Sociedad de Naciones.

Para empezar hay que decir que, en realidad, el Cuerpo de Ejército del Ebro fue una fuerza de choque muy bien pertrechada en cuanto a armamento personal y artillería, hasta el punto que, tras la caída de Cataluña, cuando sus restos en retirada se internaron en Francia y depositaron allí su armamento (para evitar que cayera en manos del enemigo), la cantidad y calidad de éste provocó el interés y aún la angustia del Estado Mayor francés, pues la abundancia de armamento moderno y sobre todo, de armas automáticas, ponía en evidencia las graves carencias del Ejército francés (carencias que pagaría un año después, en la dèbacle de 1940).

La decisión que tomó entonces el Estado Mayor, con Gamelin a su cabeza, y este es un capítulo desconocido en la historiografía de la Guerra civil, fue apoderarse de gran cantidad de aquél material llovido del cielo y distribuirlo en secreto tanto en unidades metropolitanas como en ultramar. Mucho material de guerra de la batalla del Ebro (no sólo fusiles) acabó luchando contra los alemanes en la Francia desesperada de 1940: autoametralladoras fabricadas por la Maquinista de Levante formaban la última línea de defensa del Loira ante el avance alemán, mientras los antiaéreos Oerlikon republicanos defendían los techos de Paris (ese material, luego capturado por los alemanes, se empleó contra los rusos en 1941); pero aún más, fusiles Mosin Nagant republicanos  se usaban contra los japoneses en Indochina poco después, y también contra los italianos en Djibouti, a orillas del mar Rojo… Investigué esta cuestión en archivos inéditos franceses, y algún día me animaré a publicar los resultados.

Volviendo a las afirmaciones de Pérez Reverte, los fusiles Mauser mejicanos que hubo en la Guerra Civil, ni eran viejos ni eran malos, sino exactamente todo lo contrario; el comentario sólo puede referirse a los Mauser paraguayos, que aunque no eran más antiguos (fabricados en torno a 1930), adolecían de defectos de construcción y sobre todo, estaban en muy mal estado tras ser utilizados en una sangrienta guerra, la del Chaco. Y por cierto, habían sido construidos en la fábrica de armas de Oviedo, pues se trataba de una exportación española al Paraguay, que ahora retornaba por necesidades de guerra.

Y en cuanto a los fusiles austro-húngaros Mannlicher, tampoco es cierto que estuvieran nuevos de trinca, ni que fueran un armamento apreciado; se trataba normalmente del modelo de 1895, y no venían de Austria, sino de Polonia y de la URSS, restos de la Gran Guerra. El comentario de Pérez Reverte hay que predicarlo de otros dos fusiles, casi idénticos, de gran calidad, y que llegaron directamente con la grasa de fábrica: los checos Vz24 y su versión polaca, denominada Wz29; en ambos casos se trataba de fusiles Mauser, y todavía hoy se consideran armas de una calidad excepcional. 

Por último, hay que decir incluso que, concretamente en la batalla del Ebro, posiblemente no hubo ni un sólo Mauser mejicano, y tampoco creo que hubiera demasiados Mannlicher. En las fotos, no se ve ninguno; en las relaciones de material capturado por los franquistas, o en el de material internado en Francia (éstas permanecen sin publicar pero las examiné, todavía en formato microfilm y con el sello en tinta de “Sécret” en los Archivos nacionales de Francia, en París), no aparecen ni unos ni otros.

Puede que el -a estas alturas, improbable- lector se pregunte que qué importará esto, pues para un lego un fusil de cerrojo es básicamente igual a otro.

Y se puede contestar que sí importa; primero, porque, de hecho, ni las armas ni los juicios son correctos. Y segundo, y mucho más importante, porque las armas le parecerán iguales al lector no interesado en ellas, pero la historia que llevan asociada es muy singular, tanto que desafía a la ficción, y aunque sea por respeto a esas historias, es bueno señalar el error.

Contemos brevemente les déssous sécrets de estas armas, y luego vuelven a juzgar si es irrelevante o no la cuestión.

Los fusiles mejicanos, y la sorprendente historia que nos pueden contar.

Como adelanté, se trataba de armas de excelente calidad, fabricadas entre los años 1929 y 1932, y no habían sido usados en conflicto alguno (luego en 1938 estaban totalmente nuevos). Méjico no tenía demasiadas existencias de armamento, pero el Presidente Lázaro Cárdenas simpatizaba con la República española, y los buenos oficios de un embajador excepcional, el catedrático Félix Gordón Ordás, hicieron el resto, de modo que se pudieron enviar a España veinte mil fusiles con sus bayonetas y unos dos millones de cartuchos. Estas armas eran externamente idénticas al fusil Mauser español, y además, del mismo calibre (7 mm.), por lo que resultaban muy útiles.

Con este material y otras muchas compras de armas y pertrechos de otras procedencias que pudo reunir Gordón, se cargó en Veracruz un vapor, el ‘Magallanes’, que zarpó el 23 de agosto de 1936, en medio de una agria polémica en prensa y radio, alimentada por agentes franquistas que intentaban sabotear la operación. Los estibadores aceleraron el proceso de carga y no sólo no cobraron, sino que se votó por unanimidad la donación de un día de su salario para que se comprasen y enviasen alimentos a la República. Al capitán del buque se le dio la orden terminante de mantener silencio de radio, dado que la marina franquista intentaba conocer su derrota para capturarlo. 

El buque, pues, se desvió al Sur, pasó cerca de Cabo Verde y Madeira, y cuando ya viraba en demanda del Estrecho de Gibraltar desde el Sur, observaron consternados que un buque de guerra se dirigía hacia ellos a toda máquina. Pasaron momentos de verdadera angustia, hasta que por señales intercambiadas en Scott entre ambos buques, resultó que se trataba del destructor republicano Sánchez Barcáiztegui, que describió un amplio círculo en torno al Magallanes, en medio de una gran explosión de alegría en ambas tripulaciones: había salido a su encuentro para servirle de escolta.

Aún hubo que atravesar el Estrecho de noche y sin luces, amenazados en todo momento por ataques nacionalistas (en dos ocasiones aviones alemanes e italianos les lanzaron bombas, sin éxito), pero lo lograron, arribando a Cartagena la tarde del 2 de septiembre.

Como epílogo, hay que decir que los 20.000 fusiles mejicanos se enviaron al Madrid sitiado y sirvieron eficazmente para detener la ofensiva nacionalista sobre la capital; otro número indeterminado, pero no muy numeroso de estos fusiles fue enviado al frente Norte, aislado, y fue usado por algunos batallones asturianos. Se conservan fotos de ellos, y luego aparecen en las listas de material capturado por los franquistas. Por eso decía líneas atrás que es harto improbable que ninguno llegara a Cataluña. 

Gordón Ordás sí mandó con el Magallanes algunos fusiles Mosin Nagant mod. 1891, resto de un pedido del gobierno del zar de todas las Rusias a las casas Remington y Westinghouse durante la Gran Guerra, que habían quedado sin despachar en Estados Unidos, y que acabaron en manos de las Brigadas Internacionales, quienes, conocedores de su origen, les llamaban con el apodo de “Mexicanskis”.

Y es que Gordón Ordás siguió buscando desesperadamente suministros para la República, no sólo de armas; en uno de esos viajes a países de Centroamérica llegó a sufrir un accidente de aviación, del que sobrevivió milagrosamente. Por su mediación Méjico envió toneladas de garbanzos que aún paliaron mucha hambre en la postguerra.

Pero la historia, que aquí no puedo contar en detalle, sigue desafiando la ficción, pues Gordón pasó a Estados Unidos haciéndose pasar por turista, en compañía de su mujer y de su hija, y en una verdadera road movie aún no demasiado conocida, recorrió aeródromos privados y contactó con marchantes de armas para comprar material de guerra, seguido de cerca por agentes franquistas que pusieron en peligro su vida, y a los que llegó a despistar recurriendo a argucias verdaderamente rocambolescas.

Todo lo que logró comprar fue enviado al puerto de Nueva York para ser cargado en otro barco, la motonave ‘Mar Cantábrico’, al tiempo que la presión internacional obligaba a votar en el Congreso el embargo de armas a la República.

La situación era verdaderamente angustiosa; los estibadores de Nueva York, cuyo sindicato apoyaba a la causa republicana, trabajaron de forma ininterrumpida día y noche en la estiba del buque, al tiempo que en el Congreso un representante por San Antonio (Texas) retrasaba el momento fatal de la votación, perdida de antemano, recurriendo a la argucia de hablar sin ceder turno de palabra, en uso de un curioso privilegio parlamentario norteamericano. Entretanto, en el puerto, los guardacostas zarpaban y tomaban posiciones para detener al Mar Cantábrico en cuanto se votase el embargo. 

Llegó un momento en el que el congresista cayó agotado. Justo antes, Serafín Santa María, el capitán del mercante español, decidido a no arriesgarse, y aunque quedaban algunos aviones desmontados pendientes de estiba, sin previo aviso soltó las amarras y salió a toda máquina del puerto de Nueva York, seguido de cerca por los guardacostas, que esperaban instrucciones por radio; la votación concluía en el Congreso justo cuando el Mar Cantábrico alcanzaba aguas internacionales, y con ello, la libertad. Era el 6 de enero de 1937.

Es una bella historia, pero tiene un final atroz.

El Mar Cantábrico continuó su viaje hasta Veracruz, donde cargó armamento y otras mercancías, y de allí zarpó hacia España el 19 de febrero. Gordón Ordás había dado la orden de guardar silencio de radio, en la medida de lo posible, y en caso contrario, facilitó una clave para cifrar los radiogramas. Pero imprudentemente, a mitad de viaje se lanzó un radiograma que fue interceptado por radiogoniometría; la inteligencia militar franquista pudo triangular la posición y anticipar la derrota del buque. A 115 millas de Santander, a mediodía del 8 de marzo, el crucero Canarias le cortaba el paso, y a pesar del intento del capitán de distraer la atención y escapar (portaba bandera británica, y en el casco se rotuló un nombre y puerto de matrícula falsos, Adda, Newcastle) unas salvas de artillería de aviso dejaban claro que el juego había terminado. 

El Mar Cantábrico fue escoltado hasta el puerto de El Ferrol, todo su cargamento fue apresado por los franquistas y, lo que es peor, en un burdo remedo de juicio, la tripulación fue juzgada por un tribunal militar, en sólo tres días, sin que el defensor nombrado por el tribunal (que ni siquiera era abogado) pudiera entrevistarse con los 45 acusados. Todos ellos fueron fusilados sin contemplaciones, incluyendo a los simples fogoneros o radiotelegrafistas, a un chico de sólo 17 años y a una mujer, esposa de un tripulante. También había varios ciudadanos mexicanos y uno norteamericano.

Hay que decir que el comandante del crucero Canarias abogó personalmente por el capitán Santa María, al que había dado garantías en su rendición y al que consideró un caballero, pero de nada sirvió, como de nada sirvió tampoco la apelación a la indulgencia del Caudillo, que, como es sabido, mientras desayunaba ponía el “visto” a decenas de condenas a muerte que al sátrapa eran elevadas, casi siempre en vano.

Y por último, hablemos de la confusión entre los Mannlicher y los Mauser Vz24 y Wz29.

Ya dije que los Mannlicher ni eran nuevos, ni fueron apreciados. Además, su munición era escasa, y no se fabricaba en España. Tampoco me consta que llegaran muchos a Cataluña.

Los primeros 10.000 arribaron a bordo de la motonave Hillfern en octubre de 1936, otros 3.000 en el Warmond en diciembre, y por último 7.000 más en enero de 1937, a bordo del Sarkani, cuyos talones de embarque especificaban “Mannlicher M95 rifles, old”. Que me conste, sólo se usaron en primera línea en el frente del Norte, donde siempre estuvieron más escasos de material.

Existe un relato muy interesante -y bien escrito- del comandante de gudaris Pablo Beldarrain, ‘El asalto al monte Intxorta’, donde cuenta lo mal que lo pasó el batallón 'Martiartu' y otras unidades que habían sido armadas con los Mannlicher: estaban en tan mal estado que para abrir los cierres algunos soldados tenían que golpearlos con una piedra. Cuando poco después pudieron cambiarlos por fusiles franceses o checos, llegaron a tirar los Mannlicher como si fueran chatarra.  

En cuanto a los fusiles checos, fueron sin duda los mejores empleados en la contienda, y como tales fueron apreciados en ambos bandos: los franquistas los incorporaban a sus propias unidades en cuanto los capturaban al enemigo. Su origen está también en los buenos oficios de un diplomático singular, al que conocemos todos los juristas: Luis Jiménez de Asúa, uno de los más ilustres penalistas españoles de todos los tiempos, y uno de los redactores de la Constitución de 1931. En 1936 se encontraba destinado en Ginebra, en la sede de la Sociedad de Naciones, y luego nombrado embajador en Praga por el gobierno de la República. Checoslovaquia poseía entonces una pujante industria armera, y era posible comprar armas allí, aunque había que buscar “tapaderas” para distraer el embargo decretado por la Sociedad de Naciones.    

No deja de ser curioso que este fusil, comprado por la República, llegara a formar parte de la iconografía franquista, pues aparece en todas las acuarelas y dibujos del mejor artista puesto al servicio de su propaganda: Carlos Sáenz de Tejada. No entendía la causa, hasta que ví una fotografía de un soldado posando en el estudio del artista, con un Vz24 en las manos; a buen seguro se debió a que le dejaron en depósito ese fusil, capturado al enemigo, para que le sirviera de modelo, como así hizo.

Como es de ver, en las historias asociadas a ambos fusiles habría tenido buen encaje Falcó, el agente secreto franquista creado también por Pérez Reverte, y en cualquier caso, me ha parecido muy conveniente relatarlas para insistir: los detalles importan, forman parte de la verdad de las máscaras, y los viejos fusiles, también.




domingo, 24 de abril de 2022

Lo viejo y lo nuevo en la Guerra de Ucrania







 La guerra de Ucrania ofrece contrastes muy violentos; de un lado, asistimos a un cambio en la forma de hacer la guerra, motivado, claro, por la tecnología; de otro, vemos cómo se siguen usando materiales de guerra absolutamente obsoletos.

Con la ayuda masiva a Ucrania se ensayan los sistemas más avanzados de drones y misiles que convierten todo el material convencional en chatarra.

La aparente generosidad de las naciones apenas oculta, una vez más, el negocio inmenso y obsceno de los fabricantes de armas, que van a vender esos misiles y esos sistemas con el sello de 'tested in combat', y el aval de haber destruido cientos de blindados o aeronaves.

Los muertos ahí quedan, ya les llorarán sus madres.

Materiales muy costosos, como tanques y helicópteros, se hacen vulnerables frente a la sufrida infantería. Es otra revolución en la tecnología de los armamentos.

Tampoco se libran los grandes buques de superficie.

Los rusos se paseaban, confiados, por la zona de conflicto con su buque insignia, el Moskva, todo un crucero de casi 20.000 toneladas y más de 180 metros de eslora, cuajado de lanzaderas de misiles, pero en realidad un anacronismo flotante, botado en 1979, que a mí me recuerda mucho el papelón que hizo en la guerra de las Malvinas el viejo General Belgrano, un crucero superviviente de la II Guerra Mundial, que fue igualmente hundido sin pegar un sólo cañonazo.

Como pusiera de relieve Sergei Eisenstein en su cine, con frecuencia nos emociona la tensión entre lo viejo y lo nuevo, que también se da, con enorme intensidad, en este conflicto.

Ya hundido el Moskva, me entero por Facebook que los rusos envían en busca del pecio a un buque de salvamento que se llama 'Kommuna'.

Nada de particular, ¿no?

Por el nombre, está claro que debe tratarse de un buque de la era soviética, porque hace referencia a un hito comunista, la 'Pariskaya Kommuna', la Comuna de París de 1871.

La realidad es aún más sorprendente, dado que este buque fue botado en 1915 para salvamento de submarinos, y por tanto enarboló la bandera zarista.

Participó activamente en la Revolución y en la Guerra civil posterior. Se llamó 'Volkhov' hasta 1922, cuando se cambió su denominación, apenas unos días después de la constitución oficial de la República Soviética.

Os adjunto una instantánea donde aparece en el prestigioso anuario naval Jane's Fighting Ships de 1938. En realidad ha seguido apareciendo en esa publicación hasta nuestros días; ningún buque ha estado en el Jane's desde 1915 a 2022, ni siquiera nuestro Juan Sebastian de Elcano.

El Kommuna estuvo al borde del desguace más de una vez, pero al final iba siendo recuperado y actualizado.

Durante la II Guerra Mundial estaba entre el Báltico y el lago Ladoga rescatando tanques, vehículos y otras mercancías de cargueros o convoyes hundidos; también sufrió el sitio de Leningrado.

Es, además, uno de los buques más raros del  mundo; se trata en realidad de dos barcos con su propia maquinaria uncidos a la estructura de una grúa; dicho de otro modo, es un gigantesco catamarán.

Su planteamiento consistía en enganchar el submarino siniestrado e izarlo hasta anclarlo en el canal central del buque. Muy ingenioso, pero raramente practicable en alta mar.

De hecho, cuando en 2000 tuvo lugar la desgracia del submarino Kursk en el Báltico, el Kommuna nada podía hacer para auxiliar a los marinos que allí sufrieron una cruel agonía.

¿Qué va a hacer ahora el Kommuna con el gran crucero Moskva

Pues desde luego, no puede sacarlo del fondo del mar, porque las enormes dimensiones del pecio hacen inviable cualquier intento.

En realidad le envían para recuperar algún cargamento o elementos que portara a bordo (exactamente la misma tarea para la que ya se revelara útil en 1944).

Y ¿de qué se debe tratar, tan precioso, como para intentar esta arriesgada operación de rescate?
Pues según se dice, es posible que el Moskva portara, entre otras cosas (además de un pedazo del 'lignum crucis', una valiosa reliquia de la Iglesia Ortodoxa) dos cabezas nucleares tácticas...

Otro violento contraste éste, y no sé si corresponde al ámbito de lo  tecnológico, lo teleológico, lo teológico, o todo ello a la vez: mientras unos invocan el recurso invisible de la inteligencia artifiial, satélites y drones otros navegan confiados en la Divina Providencia y en el mágico poder de un fragmento de la Cruz, que se ha perdido en combate, como les pasó a los Cruzados frente a Jerusalén en 1187.

En cuanto conocí la noticia del envío del Kommuna y ví las fotos,  una vez recuperado de la sorpresa, aún mayor de la que me produjo ver fusiles Mosin Nagant de 1891 o ametralladoras Maxim de 1910, recordé un buque español muy parecido, el Kanguro, que servía exactamente para lo mismo, para rescatar submarinos, y que también era un catamarán.

Fue botado en 1920, y pasó la Guerra civil en Cartagena. A nosotros nos duró muy poco, dado que en 1943 fue dado de baja y desguazado. 

Os adjunto fotos de los dos buques, ciertamente extravagantes, pero no tanto como la evidencia de que en una guerra del año 2022, se están todavía usando materiales que sirvieron al Zar de todas las Rusias.

miércoles, 12 de enero de 2022

Historia (quizá réquiem) de la vida privada


 A destiempo -desde la perspectiva del mercado-, que es como se debe leer siempre, empecé -y aún no he terminado- la Historia de la Vida Privada, magna obra que a finales de los años ochenta del pasado siglo dirigió el gran medievalista francés Georges Duby, al que en esa misma época dió notoriedad entre el gran público su novela histórica Guillermo el Mariscal, o su ensayo sobre Leonor de Aquitania y María Magdalena.

Hacía muchos años que deseaba leerla, pero se encontraba descatalogada. A menudo había leído capítulos sueltos en casa de unos amigos a los que suelo visitar en Madrid. Por fin encontré a través de internet la colección completa y sin estrenar en una librería de Cádiz. Hace ya tiempo que por internet cualquier fuente bibliográfica, por rara que sea, es accesible, casi en cualquier parte del mundo. Antes ya había localizado libros más antiguos que me enviaron desde librerías de San Francisco, Marsella o Dublín.

Siempre me conmovió especialmente el objeto de la obra, pues el ámbito de lo privado -paralelo y a veces coincidente con la intrahistoria unamuniana- representa lo más íntimo y querido, también lo más frágil. Por esa razón me gusta tanto la colección de antiquísimos objetos -telas de oriente, borceguíes, tocados femeninos, joyas...- que se custodian en el precioso y recoleto Museo de Cluny, quizá el menos notorio de los museos de Paris, pese a estar en el Boulevard Saint Germain.

El plan de la obra, en cinco partes (de Roma al año 1000, del medievo al Renacimiento, del Renacimiento a la Ilustración, del siglo XIX a la I Guerra Mundial, y de la I Guerra Mundial a nuestros días), es ciertamente ambicioso, y cuenta con un buen número de especialistas de la Universidad francesa.

Es también una obra abierta, en el sentido de que intencionadamente deja grandes lagunas, y porque plantea grandes y pequeños interrogantes, otros tantos retos para los futuros investigadores.

Con todo, el curioso lector encontrará aquí una fuente inagotable de informaciones peregrinas que ampliarán la visión de la historia que hasta ahora poseía, normalmente basada en grandes hechos históricos, o en cuestiones económicas -la tediosa visión de la historiografía marxista- o en el devenir de guerras y dinastías.

En suma, uno saca la impresión de que antes de que existiera no sólo una vida social compleja, sino una concepción institucionalizada del individuo -o de algunos individuos, como la figura del pater familias-, la vida privada como tal carecía de entidad: no existía.

Por supuesto esto se deduce de los vestigios de las culturas neolíticas, cuya existencia carecía de un ámbito privado, diluido en el fenómeno tribal.

De forma un tanto malévola, podemos observar que en los países del Sur de Europa, la vida privada siempre había sido tan menguada como la pobre habitación de sus habitantes, que en épocas de calor preferían sacar las sillas a la calle, compartiendo refresco y conversación con vecinos y transeúntes, y en épocas de frío recurren a la taberna, actualmente al bar, donde a veces van incluso a ver la televisión.

Cualquier cosa antes que estar en casa. En suma, una cierta confusión entre vida pública y privada, lo que acaso no deje de representar la pervivencia de un elemento germánico de nuestra cultura.

O eso me creía yo, que debido a una peculiar visión procedente de la asignatura de Historia del Derecho, atribuía esa confusión al elemento germánico, pensando que Roma era la creadora de la distinción entre lo público y lo privado.

En esta obra, el prestigioso historiador Paul Reynaud nos da una lección verdaderamente magistral sobre esta cuestión, tras cuya consideración nos queda un sabor agridulce: como afirmaba Chesterton en A short history of England, realmente somos romanos; no es sólo esa sensación permanente de déjà vu frente a sus arcos y dinteles, frente a sus monumentos, ni al hecho de que apliquemos leyes que proceden de ellos: somos romanos hasta por el grado de corrupción irreductible de nuestra administración, por el sistema de cooptación para ascender en la sociedad, por la preeminencia del nepotismo sobre la capacidad, el mérito y el talento.

Una reflexión global inducida por esta obra, es que una de las singularidades de Occidente, íntimamente anudada al cultivo de la vida privada, es el amor al ocio.

No en vano apelaba Cervantes al desocupado lector en el prólogo al Quijote.

Será una obviedad, pero la presencia entre nosotros de colectivos sin integrar de otras culturas, muestran un rasgo común: carecen de ocio o no lo conciben.

Lo vemos tanto en ciudadanos chinos, como en bolivianos, marroquíes o paquistaníes, que montan tiendas y se pasan la vida entera allí despachando, día y noche, todos los días de la semana, ignorando los festivos.

Me pareció al principio desconcertante un hecho que luego me ha resultado obvio: de todas las partes de la obra, sólo una me resultaba anticuada o anacrónica: precisamente la que trata de “nuestros días”; y es porque aquéllos, los de los años 80, decididamente ya no son nuestros días.

Demasiadas cosas han cambiado. Eran sin duda tiempos muy interesantes, pero han quedado por detrás de la Era Digital, y aunque los autores intentan anticipar con bastante lucidez el futuro desenvolvimiento de lo privado en una sociedad dominada por los mass media -como entonces se solía denominar a los medios de comunicación de masas-, lo acaecido estos 40 años ha superado cualquier expectativa.

Y es que posiblemente el imperio de lo digital, con la proliferación de cámaras en ordenadores y teléfonos móviles, con el verdadero rol vital que representan las redes sociales, ha decretado de forma tácita la abolición de lo privado, y no ya por la pasión por el selfie, o por compartir en Facebook o Instagram desde la cama deshecha a cada plato de comida; la cosa llega hasta el punto de que ya hay un subgénero muy pujante del porno constituido por las grabaciones particulares, que son compartidas de forma entusiasta, en suma con una verdadera pasión social por el exhibicionismo -parejo de la moda por hacerse tatuajes, a menudo en zonas hasta ahora reputadas íntimas-.

Que esto sea coincidente también -como piensan muchos, por todos el lúcido Harold Bloom- con el posible abandono o agotamiento del canon occidental, no puede ser casualidad; más bien apunta a que en la década de 1990, con la generalización de internet, verdaderamente se ha iniciado una nueva era de la humanidad, en la cual el hombre, teniendo a su alcance más información de la que nunca pudo soñar, quizá acabe siendo más inculto que en el pasado y, sobre todo, deje de verse reflejado en esa laboriosa y apasionante tradición cultural que, al fin y a la postre, hacía más placentera y llevadera la existencia: y el centro de ésta no era otra cosa que la vida privada.

Todo esto, claro, tendrá una dimensión jurídica. 

Y es que cabe anticipar que en una futura revisión del catálogo de los derechos fundamentales, quizá los que antes queden apeados de esa categoría sean por eso los de la intimidad personal, el secreto de las comunicaciones, la propia imagen o el domicilio; que sean degradados a derechos de segundo rango en medio de una general indiferencia.

lunes, 3 de enero de 2022

Carmen Bastida

 


Hacemos con nuestros allegados un poco lo que los jíbaros hacían con las cabezas de sus enemigos: los reducimos a una miniatura, a un breve sketch.

Acaso yo incurra en el mismo vicio escribiendo aquí y a vuelapluma que ayer, 27 de diciembre, ha muerto mi madre, Carmen Bastida García -hoy ya sólo cenizas-, pues con lo poco que diga, corro el riesgo de humillar su memoria.

Fue una mujer excepcional por muchas razones: mis hermanos y mis muchos primos lo saben de sobra, pues a lo largo de sus 95 años de vida nos inundó a todos con su amor y su profunda sensatez.

Esto es tanto más reseñable por cuanto su vida no fue fácil. Asumámoslo: normalmente, la adversidad no nos hace mejores.

El Resentimiento y la Envidia forman parte intangible de nuestra constitución, son vicios que trascienden la esfera del individuo y llegan a contaminar  incluso el funcionamiento de las instituciones.

Mamá fue huérfana a muy temprana edad.

(este trauma le dejó una pena inconsolable, que nunca superó totalmente; meses antes de morir, aún se le llenaban los ojos de lágrimas recordando la pérdida tan temprana de sus padres. Algunas fotos y sus recuerdos nos han transmitido la imagen de los abuelos Miguel y Joaquina, que se amaron y amaron a sus hijos. Eran de origen humilde, y a fuerza de inteligencia y tesón lograron prosperar. Él fue un industrial hecho a sí mismo, honrado y fiel a la palabra dada. De ella, muy religiosa, nos recordaba mamá la imagen cotidiana rezando el rosario con sus hijos)

Sus ojos de niña contemplaron los bombardeos y otros horrores durante la Guerra civil. 

(me contaba que vió a milicianos quemando estampas e imágenes religiosas expoliadas de parroquias, lo que la acongojaba; cuando sonaban las alarmas antiaéreas debian acudir sin demora al refugio que había a unos cientos de metros de su casa, en Ciudad Jardín, que aún estaba en pié cuando yo era niño y jugaba por allí; pero su hermana Lola y ella preferían escapar al Almarjal, la zona de pantanos y juncos, y su tumbaban en el suelo a ver el espectáculo fascinante de los bombarderos rugientes y lanzando razimos de bombas, mientras desde los castillos, baterías de costa y buques de la Armada los antiaéreos disparaban masivamente, formando un espectáculo colosal de ruido y luz, con las trayectorias a rayas discontinuas de las balas trazadoras. Se tumbaban en el suelo porque creían, ingenuamente, que así la metralla no las alcanzaría; el peligro no eran sólo las bombas, sino los cientos de miles de proyectiles antiaéreos que luego caían al suelo y podían matar. De hecho, en uno de los bombardeos la casa familiar en la calle 18 sufrió el impacto de algunos de esos proyectiles perdidos) 

Después soportó con dignidad las penurias de la postguerra; pero sus hermanas y hermanos cerraron filas, la criaron como a una hija y lo afrontaron todo: la prisión injusta del hermano mayor por ser militar fiel a la República, la muerte del esposo de otra en el submarino C4....

Y luego tuvieron muchos hijos, que crecimos, ignorantes de cómo era el mundo, disfrutando de varias madres y aún de varios padres, tal era el amor que nos profesaban, pues mis tías y mis tíos eran prolongación natural de mis propios padres, y en sus casas no sentíamos extrañeza alguna, ni cortapisa.

La gran familia Bastida se convirtió así en una gens protectora formidable, mucho más fiable que el Estado y sus recursos, y sutilmente nos educó con valores que nos han dado lo mejor que conservamos.

Mamá y sus hermanos -ella ha sido la última- eran además personas liberales, ajenas a cualquier fanatismo o estupidez, inteligentes, que siguieron evolucionando toda su vida.

Siempre que tengo que afrontar una decisión difícil no necesito más que pensar  qué haría en tal situación mamá, o mi tío Pedro, o mi tío Mariano, e invocar esos parangones jamás me falló.

Mamá se declaraba católica, y yo jugaba a declararla hereje, discutiendo malévolamente con ella hasta hacer que negase el misterio de la Transubstanciación de la Sangre y la Carne de Cristo: "pero hijo, eso es simbólico, ¿quién puede creerse que eso sea carne y sangre de verdad? ¡Ni que fuéramos caníbales!".

Mamá se declaraba católica, y hoy, un hijo que perdió hace mucho la fe musita la oración que ella nos enseñara y nos pidió para el día de su muerte: descubro que uso una vieja fórmula ya obsoleta del Padrenuestro.

Mamá, descansa en paz.

martes, 1 de diciembre de 2020

Ética y Estética para una sociedad libre

 



He ahí un título excesivo para unas pobres reflexiones que al fin y al cabo son erráticas.

Tengo grabada en la memoria la fascinante Porta Borsari de Verona. Cuánto me recuerda a la St. André de Autun.

La proporción, la armonía de esos arcos de medio punto constituye el epítome de la estética occidental.

Otra aportación de Autun a la sabiduría occidental y a su concepto de justicia es esta frase, que impidió que la matanza de San Bartolomé se extendiera a Borgoña:

“Las órdenes de los monarcas enfurecidos deben ser obedecidas muy lentamente”
Pierre JEANNIN

Ésta asociación me ha llevado a otras reflexiones, a las que sirven de introducción estas citas:

«El verdadero grito de la Civilización es: ¡Nada de arbitrariedad!»
STENDHAL

«Estoy en contra de la pena de muerte, salvo en el caso de los arquitectos»
Jean-Luc GODARD

Por puro azar, me he tropezado estos días con tres anécdotas concurrentes:
La primera me la aportó la consulta a un plano turístico del barrio del Panteón, en Roma: en la esquina de un magnífico palazzo, una modesta tiendecita… cuyo dueño se negó a venderla para la construcción del soberbio edificio. Y no fue expulsado por la fuerza.
En una época de poder aristocrático, no democrático. Allí continúa la minúscula casita.

La segunda la refiere José María Álvarez al menos en dos de sus libros; Sieg Heil! y Los decorados del olvido:

“... sucedió en Hungría, en una cena muy agradable donde alguien recordó la anécdota, que yo ya sabía, del molinero prusiano al que el Rey quiso comprar sus tierras, y al negarse el molinero, un enviado del monarca lo amenazó con el uso del poder Real, a lo que el buen molinero repuso: «Todavía hay leyes en Prusia».”

La tercera es más siniestra; de la misma da cuenta con su lucidez habitual (que tanto debe a la influencia de Gibbon) Trevor-Roper en The last days of Hitler (1946). La respuesta dialéctica de Joseph Goebbels a la destrucción sistemática de las ciudades alemanas por los terribles bombardeos aéreos de los aliados en 1945:

“Las bombas terroristas -gritaba- no hacen distinción entre las casas de los ricos y las de los pobres; ante la violencia de la guerra total, las últimas barreras clasistas han tenido que desaparecer.
(...)
Junto con los monumentos de la cultura, se hunden también los últimos obstáculos que se oponían a la realización de nuestra tarea revolucionaria. Ahora que todo está en ruinas, tendremos que reconstruir Europa. En el pasado, la propiedad privada fue como una valla burguesa opuesta a nuestras ansias renovadoras. Ahora las bombas, en lugar de matar a todos los europeos, sólo han destruido los muros de la prisión en que permanecían encerrados… Al intentar destrozar el futuro de Europa, el enemigo sólo ha conseguido aplastar su pasado; y con él ha desaparecido todo lo gastado e inútil.”

La salvaje destrucción de la propiedad privada por los así llamados bombardeos-alfombra era interpretada como una peculiarísima manifestación de la doctrina de la guerra de clases, frente a la cual esa destrucción y esas matanzas se tornaban instrumentos saludables: servían para acelerar ese proceso de destrucción de un ideal de la propiedad.

No puedo dejar de pensar en el contraste brutal de España.

La subordinación de la propiedad al interés social puede que haya funcionado bien en países de tradición luterana, en los que la social-democracia ha sido un sistema ajeno a la desviación de poder: Alemania, Suecia, quizá Dinamarca, donde la sociedad aspira a la medianía y a la discreción, donde lo singular es visto casi con aversión.

Pero en España, donde todas las instituciones están corrompidas, este principio sólo ha servido de excusa para un abuso continuado, para arrebatar la propiedad privada a los débiles y para entregarla a los poderosos.

Ha servido para facilitar un tránsito perverso: el del caciquismo rural del siglo XIX al nuevo caciquismo urbano del siglo XX, mucho más rentable por las inmensas posibilidades de la especulación inmobiliaria en un país que procura concentrar a toda la población en grandes ciudades y abandona campos y pueblos, indicio incuestionable de decadencia y tercermundismo.

Ya hace algún tiempo se habla tímidamente de “la España vacía”, tristísima realidad.
El jurista que estudia la propiedad privada aprende que las mayores limitaciones a este derecho las ha establecido el Derecho Administrativo; singularmente a través de los instrumentos o procesos urbanísticos.

Si ya la teoría es mala -el que un Ayuntamiento, a menudo en manos de unos patanes, pueda entregar a un “agente urbanizador” el poder de decidir qué propiedades van a ser destruidas o expropiadas- la práctica ha superado los sueños de tiranos como Ceaucescu (que planeó derribar ciudades enteras en Rumanía, que serían sustituidas por un modelo uniforme de trama urbana).

Merced a estos instrumentos, las ciudades españolas se han convertido en megalópolis de bloques de pisos cortados por el mismo patrón de mal gusto y máximo volumen (y máximo beneficio para sus promotores).

En la costa mediterránea, bajo la excusa de deslindar y proteger la zona marítimo-terrestre, los talibanes de las Demarcaciones de Costas se han dedicado con una saña digna de mejor causa a la destrucción de todo aquello que oliese a singular o a antiguo, permitiendo en cambio que desde Barcelona al campo de Gibraltar, con pocas excepciones (como el cabo de Gata o parte de la costa cartagenera, en ambos casos por ser en exceso abruptas, no por amor al paisaje), toda la costa mediterránea española sea una muralla de ladrillos de un mal gusto supremo.

Diera la impresión de que es en España donde continúa el proceso que anticipara Goebbels; a pesar de que ninguna de sus ciudades padeciera una destrucción tan absoluta como Hamburgo o Dresde, la realidad muestra los centros históricos como si se hubieran tapado burdamente las heridas de una aniquilación total debida a una guerra de singular violencia: es el espectáculo del urbanismo salvaje, que el español asume como el ámbito de su existencia, acríticamente, incluso feliz de compartir el sueño en apariencia igualitario de vivir en un pisito; en suma monumentos del lumpen-desarrollo al servicio de la verdadera clase pujante en España: la lumpen-burguesía, que encuentra su existencia ideal en el seno de los partidos políticos.

Conviene usar este calificativo para distinguirla de esa burguesía culta que entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX convirtió las ciudades europeas en lugares mejores donde vivir, creando un paisaje urbano muy bello, que se complementó, casi nunca avasalló, a los edificios más antiguos, y donde siguió primando lo singular.

En la dignidad de los pobres cifraba Stendhal la grandeza del pueblo español, y a su juicio esto le hacía superior moralmente al francés. No nos engañemos; éste es un argumento sentimental, aquí usado al estilo de las Lettres persanes de Montesquieu para fustigar los propios vicios; al fin y a la postre, en los últimos siglos Francia ha dado mejores administradores de lo público que España, y como república, está en el papel bien fundada (Libertad, Igualdad, Fraternidad).

Ya en época de Stendhal (primeras décadas del siglo XIX), las clases dominantes de nuestro país eran ejemplo de ineptitud y falta de grandeza.

Las cosas no han mejorado, y hoy los principios constitucionales de facto en España siguen siendo la mediocridad, la venalidad y el nepotismo, justificadas a derecha y a izquierda con el cinismo habitual.

martes, 31 de marzo de 2020

Casa Spottorno


Esta casa es contigua a la mía. Una casa antigua más, de ésas que en Cartagena han venido siendo demolidas a centenares con verdadera saña criminal... y no por los bombardeos de 1874 o de la aviación franquista, sino por la Sociedad Casco Antiguo de Cartagena, que ha hecho con el patrimonio de esta ciudad lo mismo que los bomberos de Fahrenheit 451 (la distopía de Ray Bradbury) con los libros: reducirlos a cenizas.

Pero a veces las viejas piedras nos hablan, y eso nos sirve para quererlas más.

Ésta es la llamada casa Spottorno, un bello edificio de estilo isabelino, que en la región de Murcia no es muy frecuente.

Fue construida por un patricio cartagenero de origen genovés, Bartolomé Spottorno, que aparte de sus negocios, era cónsul de varios países, entre los cuales figuraban Prusia y Dinamarca, relevantes para las breves noticias que aquí os voy a dar. Su hija se casaría con el célebre filósofo Ortega y Gasset.

La casa posee muy bellas estancias, entre las cuales un gran salón de baile con artesonados y paredes pintadas al aceite.

Estuvo muchos años cerrada y deshabitada, y a punto de ser derribada; yo conocía a sus antiguos dueños, que me permitieron recorrer a mis anchas el edificio en días tan inciertos. Afortunadamente hoy viven allí personas amantes del patrimonio que la han ido restaurando primorosamente.

Bartolomé Spottorno fue uno de los primeros introductores de la música de Wagner en España, y daba conciertos en sus salones, los más reputados de la ciudad en su época, y a los que habitualmente acudían ilustres invitados; entre ellos estuvo el Gran Duque Alejo, hijo del zar Alejandro II, que visitó la ciudad con una flotilla de buques de guerra.

Otro ilustre visitante de esta casa fue Hans Christian Andersen, que al llegar a Cartagena en septiembre de 1862 lo primero que hizo fue ir a ver a D. Bartolomé, que para eso era su cónsul, como relata en la memoria de su viaje por España. Se hospedó al lado, en el hoy desaparecido Hotel de Paris, en la Plaza del Ayuntamiento, al que mi bisabuelo, négociant francés, surtía de barricas de genuino vino de Burdeos.

(Andersen deseaba ardientemente visitar España, cosa que hizo ya con los 58 años cumplidos. Tenía esa ilusión porque de niño conoció a los soldados españoles del Regimiento del Marqués de la Romana que estuvieron varios años en Dinamarca, y cuya memoria ha sido muy perdurable: congeniaron tan bien con la población civil que a ellos se sigue atribuyendo el que haya daneses de pelo oscuro; fueron los primeros hombres a los que allí se viera fumar cigarrillos, que ellos mismos se liaban; cuando se ordenó su repatriación algunos desertaron y se casaron con danesas. Andersen recordaba de su niñez a uno de esos soldados, que le cogía en brazos y le hacía besar una medalla que llevaba con una cinta al cuello...)

Hoy, en los bajos del edificio existe una bonita cafetería, llamada "El soldadito de plomo" en memoria del escritor, un lugar distinto, entrañable, donde se puede hablar, escuchar música, se ofrecen charlas... (incluso yo llegué a pronunciar una de ellas para la agrupación de Jóvenes Abogados, junto a mi amiga Rut Alvarez...).

Hay también un patio muy lindo, con miradores cerrado a la calle por un alto muro y portón, pero que yo veo desde mi casa, y donde a veces se han representado también obritas de teatro.

Cuando pases por la calle del Cañón, o de Príncipe de Vergara, o subas la Cuesta de las Monjas para ver el Teatro Romano, alza tu mirada a esas bellas formas de la casa Spottorno: son un pedazo de nuestra historia.