viernes, 23 de febrero de 2024

Dos o tres cosas que ya no voy a poder decirle a Javier Marías





 

Enmedio del sestero de hoy, 11 de septiembre, apoteosis de los separatistas catalanes, que, nostálgicos de su Edad de Oro (en la que fueron puros de sangre, tocados de  barretina, comedores de salchichón de Olot, heroicos, y sólo habladores de catalán incontaminado), pelean entre ellos por la Verdad contenida en no sé qué vaso esencial, mientras las tropas rusas retroceden en el Noreste de Ucrania, y las exequias de la reina Isabel II de Inglaterra obstruyen todos los televisores de Occidente: en medio de todo esto, bajo el calor de este interminable verano, cuando salía de una cabezada y dudaba de dar otra, tomé el móvil y eché una ojeada a Facebook, donde una amiga virtual, Tiotimolina Querulante, compartía tempranamente la noticia brutal del fallecimiento de Javier Marías.

Hace ya más años que meses que me venció la repugnancia y rompí el hábito, que adquirí en el bachillerato, de leer el diario El País, cuya degradación hasta ser el portavoz de la Estupidez Políticamente Correcta ha sido pareja a la progresiva expulsión de cualquier firma digna de mención o respeto.

Para cuando extrañaron de sus páginas a Félix de Azúa, yo ya había dejado de leer el diario. No sé si el joven Marías, como Benet le bautizó, seguía ocupando la última página de El Semanal, su Zona fantasma, que a mí me gustaba mucho, pues siempre me pareció un alarde de inteligencia e independencia, que progresivamente se iba haciendo cada vez más peligrosa para su autor, porque, no nos engañemos: una cosa es épater les bourgeois, y otra muy diferente provocar a los Guardianes de las Esencias de la Nueva Izquierda, o a los independentistas, todos ellos tan feos como paletos e intolerantes; tanto, que claman para que la Lengua Española sea reformada (en el caso de los segundos, suprimida), pues a ellos les sobra casi toda, teniendo en cuenta que tienen que distinguir angustiosamente entre femenino y masculino allí donde no hay tal, porque el prejuicio pseudo-religioso les amenaza a cada momento con el Pecado del Machismo.

Yo me conformaba, durante años, con leer la columna de Marías, porque ya he dicho que me gustaba mucho; de hecho, era casi lo único que merecía la pena leer en el otrora gran diario, que ahora me manda correos electrónicos ofreciéndome patéticamente que me haga suscriptor por 12 € al año; he hecho lo lógico:  he marcado esos correos como no deseados (spam), porque no quiero saber nada de ellos; a estas alturas, no me haría suscriptor ni aunque me pagaran. 

Pero yo seguía sin leer los libros de Marías, lo que se debía a un prejuicio que aún tengo en parte, el de no leer a mis contemporáneos, porque me falta conocer a demasiados otros autores de quien ellos forzosamente traen causa: anchos como los de La Mancha son los campos de mi ignorancia, y a la edad que voy cumpliendo, sé ya a ciencia cierta que esto no tiene remedio, sino burdo remedo.

Y en eso estaba, pero hace ya muchos años que por motivos profesionales iba yo con cierta frecuencia a Madrid, donde, entre otros, hice amistad con un compañero abogado que era buen lector suyo, le conocía personalmente, y supo captar en esas conversaciones arriba y abajo de la Cuesta de Moyano o compartiendo sobremesa, que a manudo versaban sobre libros y sobre la Guerra Civil y la II Guerra Mundial, que a mí me agradaría mucho leer a Marías.

Yo no decía que no, pero no arrancaba a comprar ningún libro, porque siempre llevaba muchos otros en danza, y mi prejuicio hacía el resto.

Hasta que un día, en la estación de Atocha, este amigo entró en una de las tiendas y salió con una edición de bolsillo de Todas las almas y me la puso en la mano, inoculándome inmisericorde y alevosamente (porque confiar un libro a pié de andén y embarcando en un slow train, es garantía de lectura inmediata y del tirón) un virus del que hoy todavía -felizmente-, no me he curado.

Porque esa suave cadencia marina entre la luz y las tinieblas, el sueño y la vigilia, la repetición de ideas y obsesiones, ese fraseo jazzístico tan propio del lenguaje literario de Marías, forma parte de esos juegos de nuestro discurso interior que no podemos evitar; sí simular, porque nos parece más digno mostrar que nuestro pensamiento es constante y nuestra es la línea recta, no los laberintos ni las repeticiones; cuando lo único que nos aleja de la angustia es la adopción de rutinas, cuando consideramos conmovedor un recurso literario, las propias aliteraciones.

Con estos balbuceos quiero decir que a mi juicio Marías es un escritor único, que nada tiene de  convencional, que no es un profesor pesadillo, ni un periodista en camisa de once varas.  

Me tropecé entonces en la novela con un personaje al que yo ya conocía, oscuro, fantasmagórico, que pareciera de ficción, un piloto mercenario para la República española llamado Oloff de Wet, cuya noticia hallara Marías en un libro sobre la guerra aérea en España escrito por Salas Larrazábal, ignorando que la fuente primaria y más extensa la constituía un libro raro y apasionante, Mitos y verdades, que se publicó en México en 1973, escrito por Andrés García Lacalle, esforzado piloto y jefe de la Escuadra de Caza de la aviación republicana, y que pienso habría encantado a Marías; singularmente, por la poco conocida historia sobre los primeros días de la guerra, cuando este piloto insuflaba moral a ciudadanos y soldados sitiados sobrevolando Madrid en solitario con un caza biplano, el único Hawker Fury que había en Cuatro Vientos, con el que tenía que desdoblarse día tras día, durante semanas, para enfrentarse con los aparatos nacionales; para cuando llegaron refuerzos, García Lacalle era un hombre roto, agotado física y mentalmente.

Y conoció a Oloff de Wet, habla de él, incluso aporta un poco conocido retrato suyo. Se trataba de un personaje tan atractivo como poco recomendable, que ofreció sus servicios de piloto mercenario a Franco, y sólo tras ser rechazado se ofreció a la República. 

Hace unos años ya era muy complicado encontrar ese libro, que a mí me envió una librería de México D.F., así que hice unas fotocopias de las páginas dedicadas al personaje y se las entregué a mi amigo, que también lo conocía y al que el hallazgo interesó mucho, como buen mitómano aficionado a las viejas historias de guerra, para que se las hiciera llegar a Marías a su casa, pero él me contestó que no, que iba a ser aún mejor: iba a ser que en uno de mis viajes a Madrid quedáramos a tomar una copa con el escritor, o incluso a cenar, y que yo se las diera personalmente.

Y como en un relato del propio Javier Marías, así entramos en un bucle de wishful thinking que se iría repitiendo como colofón obligado de conversaciones telefónicas, de falta de coincidencia en mis idas y venidas de Madrid, con la alternancia de períodos de olvido y reverdeceres del interés ante el hallazgo de una inesperada y desvaída foto, o una nueva noticia sobre la huidiza vida como espía y prisionero de los nazis del enigmático Oloff de Wet, o sobre una máscara funeraria o una terracota de Ezra Pound a él atribuida.

Y así fuimos procrastinando el plan de esta reunión tan prometedora, hasta que llegó un momento en que iba yo más a París que a Madrid y casi no hablaba con mi amigo, y aún después llegó este fatídico día 11 de septiembre con la noticia de que Javier Marías, definitivamente, sin la menor consideración, se había pasado al otro lado; para mí, no a su debido tiempo (y esto lo digo porque Cela solía decir eso, que uno siempre se muere a su debido tiempo).

No sé qué habrá hecho mi amigo con la fotocopias del libro, porque hace algún tiempo que ni voy a Madrid ni ya hablamos por teléfono. 


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