martes, 1 de diciembre de 2020

Ética y Estética para una sociedad libre

 



He ahí un título excesivo para unas pobres reflexiones que al fin y al cabo son erráticas.

Tengo grabada en la memoria la fascinante Porta Borsari de Verona. Cuánto me recuerda a la St. André de Autun.

La proporción, la armonía de esos arcos de medio punto constituye el epítome de la estética occidental.

Otra aportación de Autun a la sabiduría occidental y a su concepto de justicia es esta frase, que impidió que la matanza de San Bartolomé se extendiera a Borgoña:

“Las órdenes de los monarcas enfurecidos deben ser obedecidas muy lentamente”
Pierre JEANNIN

Ésta asociación me ha llevado a otras reflexiones, a las que sirven de introducción estas citas:

«El verdadero grito de la Civilización es: ¡Nada de arbitrariedad!»
STENDHAL

«Estoy en contra de la pena de muerte, salvo en el caso de los arquitectos»
Jean-Luc GODARD

Por puro azar, me he tropezado estos días con tres anécdotas concurrentes:
La primera me la aportó la consulta a un plano turístico del barrio del Panteón, en Roma: en la esquina de un magnífico palazzo, una modesta tiendecita… cuyo dueño se negó a venderla para la construcción del soberbio edificio. Y no fue expulsado por la fuerza.
En una época de poder aristocrático, no democrático. Allí continúa la minúscula casita.

La segunda la refiere José María Álvarez al menos en dos de sus libros; Sieg Heil! y Los decorados del olvido:

“... sucedió en Hungría, en una cena muy agradable donde alguien recordó la anécdota, que yo ya sabía, del molinero prusiano al que el Rey quiso comprar sus tierras, y al negarse el molinero, un enviado del monarca lo amenazó con el uso del poder Real, a lo que el buen molinero repuso: «Todavía hay leyes en Prusia».”

La tercera es más siniestra; de la misma da cuenta con su lucidez habitual (que tanto debe a la influencia de Gibbon) Trevor-Roper en The last days of Hitler (1946). La respuesta dialéctica de Joseph Goebbels a la destrucción sistemática de las ciudades alemanas por los terribles bombardeos aéreos de los aliados en 1945:

“Las bombas terroristas -gritaba- no hacen distinción entre las casas de los ricos y las de los pobres; ante la violencia de la guerra total, las últimas barreras clasistas han tenido que desaparecer.
(...)
Junto con los monumentos de la cultura, se hunden también los últimos obstáculos que se oponían a la realización de nuestra tarea revolucionaria. Ahora que todo está en ruinas, tendremos que reconstruir Europa. En el pasado, la propiedad privada fue como una valla burguesa opuesta a nuestras ansias renovadoras. Ahora las bombas, en lugar de matar a todos los europeos, sólo han destruido los muros de la prisión en que permanecían encerrados… Al intentar destrozar el futuro de Europa, el enemigo sólo ha conseguido aplastar su pasado; y con él ha desaparecido todo lo gastado e inútil.”

La salvaje destrucción de la propiedad privada por los así llamados bombardeos-alfombra era interpretada como una peculiarísima manifestación de la doctrina de la guerra de clases, frente a la cual esa destrucción y esas matanzas se tornaban instrumentos saludables: servían para acelerar ese proceso de destrucción de un ideal de la propiedad.

No puedo dejar de pensar en el contraste brutal de España.

La subordinación de la propiedad al interés social puede que haya funcionado bien en países de tradición luterana, en los que la social-democracia ha sido un sistema ajeno a la desviación de poder: Alemania, Suecia, quizá Dinamarca, donde la sociedad aspira a la medianía y a la discreción, donde lo singular es visto casi con aversión.

Pero en España, donde todas las instituciones están corrompidas, este principio sólo ha servido de excusa para un abuso continuado, para arrebatar la propiedad privada a los débiles y para entregarla a los poderosos.

Ha servido para facilitar un tránsito perverso: el del caciquismo rural del siglo XIX al nuevo caciquismo urbano del siglo XX, mucho más rentable por las inmensas posibilidades de la especulación inmobiliaria en un país que procura concentrar a toda la población en grandes ciudades y abandona campos y pueblos, indicio incuestionable de decadencia y tercermundismo.

Ya hace algún tiempo se habla tímidamente de “la España vacía”, tristísima realidad.
El jurista que estudia la propiedad privada aprende que las mayores limitaciones a este derecho las ha establecido el Derecho Administrativo; singularmente a través de los instrumentos o procesos urbanísticos.

Si ya la teoría es mala -el que un Ayuntamiento, a menudo en manos de unos patanes, pueda entregar a un “agente urbanizador” el poder de decidir qué propiedades van a ser destruidas o expropiadas- la práctica ha superado los sueños de tiranos como Ceaucescu (que planeó derribar ciudades enteras en Rumanía, que serían sustituidas por un modelo uniforme de trama urbana).

Merced a estos instrumentos, las ciudades españolas se han convertido en megalópolis de bloques de pisos cortados por el mismo patrón de mal gusto y máximo volumen (y máximo beneficio para sus promotores).

En la costa mediterránea, bajo la excusa de deslindar y proteger la zona marítimo-terrestre, los talibanes de las Demarcaciones de Costas se han dedicado con una saña digna de mejor causa a la destrucción de todo aquello que oliese a singular o a antiguo, permitiendo en cambio que desde Barcelona al campo de Gibraltar, con pocas excepciones (como el cabo de Gata o parte de la costa cartagenera, en ambos casos por ser en exceso abruptas, no por amor al paisaje), toda la costa mediterránea española sea una muralla de ladrillos de un mal gusto supremo.

Diera la impresión de que es en España donde continúa el proceso que anticipara Goebbels; a pesar de que ninguna de sus ciudades padeciera una destrucción tan absoluta como Hamburgo o Dresde, la realidad muestra los centros históricos como si se hubieran tapado burdamente las heridas de una aniquilación total debida a una guerra de singular violencia: es el espectáculo del urbanismo salvaje, que el español asume como el ámbito de su existencia, acríticamente, incluso feliz de compartir el sueño en apariencia igualitario de vivir en un pisito; en suma monumentos del lumpen-desarrollo al servicio de la verdadera clase pujante en España: la lumpen-burguesía, que encuentra su existencia ideal en el seno de los partidos políticos.

Conviene usar este calificativo para distinguirla de esa burguesía culta que entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX convirtió las ciudades europeas en lugares mejores donde vivir, creando un paisaje urbano muy bello, que se complementó, casi nunca avasalló, a los edificios más antiguos, y donde siguió primando lo singular.

En la dignidad de los pobres cifraba Stendhal la grandeza del pueblo español, y a su juicio esto le hacía superior moralmente al francés. No nos engañemos; éste es un argumento sentimental, aquí usado al estilo de las Lettres persanes de Montesquieu para fustigar los propios vicios; al fin y a la postre, en los últimos siglos Francia ha dado mejores administradores de lo público que España, y como república, está en el papel bien fundada (Libertad, Igualdad, Fraternidad).

Ya en época de Stendhal (primeras décadas del siglo XIX), las clases dominantes de nuestro país eran ejemplo de ineptitud y falta de grandeza.

Las cosas no han mejorado, y hoy los principios constitucionales de facto en España siguen siendo la mediocridad, la venalidad y el nepotismo, justificadas a derecha y a izquierda con el cinismo habitual.