miércoles, 12 de enero de 2022

Historia (quizá réquiem) de la vida privada


 A destiempo -desde la perspectiva del mercado-, que es como se debe leer siempre, empecé -y aún no he terminado- la Historia de la Vida Privada, magna obra que a finales de los años ochenta del pasado siglo dirigió el gran medievalista francés Georges Duby, al que en esa misma época dió notoriedad entre el gran público su novela histórica Guillermo el Mariscal, o su ensayo sobre Leonor de Aquitania y María Magdalena.

Hacía muchos años que deseaba leerla, pero se encontraba descatalogada. A menudo había leído capítulos sueltos en casa de unos amigos a los que suelo visitar en Madrid. Por fin encontré a través de internet la colección completa y sin estrenar en una librería de Cádiz. Hace ya tiempo que por internet cualquier fuente bibliográfica, por rara que sea, es accesible, casi en cualquier parte del mundo. Antes ya había localizado libros más antiguos que me enviaron desde librerías de San Francisco, Marsella o Dublín.

Siempre me conmovió especialmente el objeto de la obra, pues el ámbito de lo privado -paralelo y a veces coincidente con la intrahistoria unamuniana- representa lo más íntimo y querido, también lo más frágil. Por esa razón me gusta tanto la colección de antiquísimos objetos -telas de oriente, borceguíes, tocados femeninos, joyas...- que se custodian en el precioso y recoleto Museo de Cluny, quizá el menos notorio de los museos de Paris, pese a estar en el Boulevard Saint Germain.

El plan de la obra, en cinco partes (de Roma al año 1000, del medievo al Renacimiento, del Renacimiento a la Ilustración, del siglo XIX a la I Guerra Mundial, y de la I Guerra Mundial a nuestros días), es ciertamente ambicioso, y cuenta con un buen número de especialistas de la Universidad francesa.

Es también una obra abierta, en el sentido de que intencionadamente deja grandes lagunas, y porque plantea grandes y pequeños interrogantes, otros tantos retos para los futuros investigadores.

Con todo, el curioso lector encontrará aquí una fuente inagotable de informaciones peregrinas que ampliarán la visión de la historia que hasta ahora poseía, normalmente basada en grandes hechos históricos, o en cuestiones económicas -la tediosa visión de la historiografía marxista- o en el devenir de guerras y dinastías.

En suma, uno saca la impresión de que antes de que existiera no sólo una vida social compleja, sino una concepción institucionalizada del individuo -o de algunos individuos, como la figura del pater familias-, la vida privada como tal carecía de entidad: no existía.

Por supuesto esto se deduce de los vestigios de las culturas neolíticas, cuya existencia carecía de un ámbito privado, diluido en el fenómeno tribal.

De forma un tanto malévola, podemos observar que en los países del Sur de Europa, la vida privada siempre había sido tan menguada como la pobre habitación de sus habitantes, que en épocas de calor preferían sacar las sillas a la calle, compartiendo refresco y conversación con vecinos y transeúntes, y en épocas de frío recurren a la taberna, actualmente al bar, donde a veces van incluso a ver la televisión.

Cualquier cosa antes que estar en casa. En suma, una cierta confusión entre vida pública y privada, lo que acaso no deje de representar la pervivencia de un elemento germánico de nuestra cultura.

O eso me creía yo, que debido a una peculiar visión procedente de la asignatura de Historia del Derecho, atribuía esa confusión al elemento germánico, pensando que Roma era la creadora de la distinción entre lo público y lo privado.

En esta obra, el prestigioso historiador Paul Reynaud nos da una lección verdaderamente magistral sobre esta cuestión, tras cuya consideración nos queda un sabor agridulce: como afirmaba Chesterton en A short history of England, realmente somos romanos; no es sólo esa sensación permanente de déjà vu frente a sus arcos y dinteles, frente a sus monumentos, ni al hecho de que apliquemos leyes que proceden de ellos: somos romanos hasta por el grado de corrupción irreductible de nuestra administración, por el sistema de cooptación para ascender en la sociedad, por la preeminencia del nepotismo sobre la capacidad, el mérito y el talento.

Una reflexión global inducida por esta obra, es que una de las singularidades de Occidente, íntimamente anudada al cultivo de la vida privada, es el amor al ocio.

No en vano apelaba Cervantes al desocupado lector en el prólogo al Quijote.

Será una obviedad, pero la presencia entre nosotros de colectivos sin integrar de otras culturas, muestran un rasgo común: carecen de ocio o no lo conciben.

Lo vemos tanto en ciudadanos chinos, como en bolivianos, marroquíes o paquistaníes, que montan tiendas y se pasan la vida entera allí despachando, día y noche, todos los días de la semana, ignorando los festivos.

Me pareció al principio desconcertante un hecho que luego me ha resultado obvio: de todas las partes de la obra, sólo una me resultaba anticuada o anacrónica: precisamente la que trata de “nuestros días”; y es porque aquéllos, los de los años 80, decididamente ya no son nuestros días.

Demasiadas cosas han cambiado. Eran sin duda tiempos muy interesantes, pero han quedado por detrás de la Era Digital, y aunque los autores intentan anticipar con bastante lucidez el futuro desenvolvimiento de lo privado en una sociedad dominada por los mass media -como entonces se solía denominar a los medios de comunicación de masas-, lo acaecido estos 40 años ha superado cualquier expectativa.

Y es que posiblemente el imperio de lo digital, con la proliferación de cámaras en ordenadores y teléfonos móviles, con el verdadero rol vital que representan las redes sociales, ha decretado de forma tácita la abolición de lo privado, y no ya por la pasión por el selfie, o por compartir en Facebook o Instagram desde la cama deshecha a cada plato de comida; la cosa llega hasta el punto de que ya hay un subgénero muy pujante del porno constituido por las grabaciones particulares, que son compartidas de forma entusiasta, en suma con una verdadera pasión social por el exhibicionismo -parejo de la moda por hacerse tatuajes, a menudo en zonas hasta ahora reputadas íntimas-.

Que esto sea coincidente también -como piensan muchos, por todos el lúcido Harold Bloom- con el posible abandono o agotamiento del canon occidental, no puede ser casualidad; más bien apunta a que en la década de 1990, con la generalización de internet, verdaderamente se ha iniciado una nueva era de la humanidad, en la cual el hombre, teniendo a su alcance más información de la que nunca pudo soñar, quizá acabe siendo más inculto que en el pasado y, sobre todo, deje de verse reflejado en esa laboriosa y apasionante tradición cultural que, al fin y a la postre, hacía más placentera y llevadera la existencia: y el centro de ésta no era otra cosa que la vida privada.

Todo esto, claro, tendrá una dimensión jurídica. 

Y es que cabe anticipar que en una futura revisión del catálogo de los derechos fundamentales, quizá los que antes queden apeados de esa categoría sean por eso los de la intimidad personal, el secreto de las comunicaciones, la propia imagen o el domicilio; que sean degradados a derechos de segundo rango en medio de una general indiferencia.

lunes, 3 de enero de 2022

Carmen Bastida

 


Hacemos con nuestros allegados un poco lo que los jíbaros hacían con las cabezas de sus enemigos: los reducimos a una miniatura, a un breve sketch.

Acaso yo incurra en el mismo vicio escribiendo aquí y a vuelapluma que ayer, 27 de diciembre, ha muerto mi madre, Carmen Bastida García -hoy ya sólo cenizas-, pues con lo poco que diga, corro el riesgo de humillar su memoria.

Fue una mujer excepcional por muchas razones: mis hermanos y mis muchos primos lo saben de sobra, pues a lo largo de sus 95 años de vida nos inundó a todos con su amor y su profunda sensatez.

Esto es tanto más reseñable por cuanto su vida no fue fácil. Asumámoslo: normalmente, la adversidad no nos hace mejores.

El Resentimiento y la Envidia forman parte intangible de nuestra constitución, son vicios que trascienden la esfera del individuo y llegan a contaminar  incluso el funcionamiento de las instituciones.

Mamá fue huérfana a muy temprana edad.

(este trauma le dejó una pena inconsolable, que nunca superó totalmente; meses antes de morir, aún se le llenaban los ojos de lágrimas recordando la pérdida tan temprana de sus padres. Algunas fotos y sus recuerdos nos han transmitido la imagen de los abuelos Miguel y Joaquina, que se amaron y amaron a sus hijos. Eran de origen humilde, y a fuerza de inteligencia y tesón lograron prosperar. Él fue un industrial hecho a sí mismo, honrado y fiel a la palabra dada. De ella, muy religiosa, nos recordaba mamá la imagen cotidiana rezando el rosario con sus hijos)

Sus ojos de niña contemplaron los bombardeos y otros horrores durante la Guerra civil. 

(me contaba que vió a milicianos quemando estampas e imágenes religiosas expoliadas de parroquias, lo que la acongojaba; cuando sonaban las alarmas antiaéreas debian acudir sin demora al refugio que había a unos cientos de metros de su casa, en Ciudad Jardín, que aún estaba en pié cuando yo era niño y jugaba por allí; pero su hermana Lola y ella preferían escapar al Almarjal, la zona de pantanos y juncos, y su tumbaban en el suelo a ver el espectáculo fascinante de los bombarderos rugientes y lanzando razimos de bombas, mientras desde los castillos, baterías de costa y buques de la Armada los antiaéreos disparaban masivamente, formando un espectáculo colosal de ruido y luz, con las trayectorias a rayas discontinuas de las balas trazadoras. Se tumbaban en el suelo porque creían, ingenuamente, que así la metralla no las alcanzaría; el peligro no eran sólo las bombas, sino los cientos de miles de proyectiles antiaéreos que luego caían al suelo y podían matar. De hecho, en uno de los bombardeos la casa familiar en la calle 18 sufrió el impacto de algunos de esos proyectiles perdidos) 

Después soportó con dignidad las penurias de la postguerra; pero sus hermanas y hermanos cerraron filas, la criaron como a una hija y lo afrontaron todo: la prisión injusta del hermano mayor por ser militar fiel a la República, la muerte del esposo de otra en el submarino C4....

Y luego tuvieron muchos hijos, que crecimos, ignorantes de cómo era el mundo, disfrutando de varias madres y aún de varios padres, tal era el amor que nos profesaban, pues mis tías y mis tíos eran prolongación natural de mis propios padres, y en sus casas no sentíamos extrañeza alguna, ni cortapisa.

La gran familia Bastida se convirtió así en una gens protectora formidable, mucho más fiable que el Estado y sus recursos, y sutilmente nos educó con valores que nos han dado lo mejor que conservamos.

Mamá y sus hermanos -ella ha sido la última- eran además personas liberales, ajenas a cualquier fanatismo o estupidez, inteligentes, que siguieron evolucionando toda su vida.

Siempre que tengo que afrontar una decisión difícil no necesito más que pensar  qué haría en tal situación mamá, o mi tío Pedro, o mi tío Mariano, e invocar esos parangones jamás me falló.

Mamá se declaraba católica, y yo jugaba a declararla hereje, discutiendo malévolamente con ella hasta hacer que negase el misterio de la Transubstanciación de la Sangre y la Carne de Cristo: "pero hijo, eso es simbólico, ¿quién puede creerse que eso sea carne y sangre de verdad? ¡Ni que fuéramos caníbales!".

Mamá se declaraba católica, y hoy, un hijo que perdió hace mucho la fe musita la oración que ella nos enseñara y nos pidió para el día de su muerte: descubro que uso una vieja fórmula ya obsoleta del Padrenuestro.

Mamá, descansa en paz.