martes, 17 de marzo de 2015

Cuentos paralelos del país de Ouche


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Estas dos historias, que como se verá, acaso sólo sean capítulos de una única que han permanecido separados, se cuentan en el bucólico País de Ouche, si bien en aldeas que distan la una de la otra una treintena de kilómetros.

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Uno de mis lugares dilectos en Normandía es el Château de C... .
Se trata de un paraje prácticamente desconocido, lo que permite el lujo de visitarlo, recorrer su parque y sus bellas dependencias sin encontrar un alma.

El edificio muestra en su fábrica más antigua, en su foso (que se alimentaba de las aguas del Iton, que serpentea por las inmediaciones) y en sus torres, la impronta de la vieja fortaleza militar, si bien las sucesivas reformas convirtieron ésta en la magnífica residencia que todavía se muestra hoy.
En la finca se criaban caballos, aún quedan algunos en sus praderas, pero sus caballerizas están hoy casi vacías.
Insisto en el raro privilegio que supone poder visitar a solas esta propiedad, mientras a unos kilómetros de distancia, en París o en el Mont Saint-Michel, legiones de turistas se consagran al arduo trabajo de fotografiar y/o grabar en video cada plano en cada instante; minucioso registro con el que se podría montar una película tan larga y continua como la propia vida, una obra aún mayor que la Muralla China, pero sin duda mucho más tediosa.

En fuerte contraste, en C... aún se puede experimentar una emoción estética incontaminada, no hay que hacer esfuerzo alguno para abstraerse de ninguna incómoda compañía; es fácil así sentir la perturbadora nostalgia de lo no vivido, todavía más fácil por la extraña circunstancia de que mientras el resto de los monumentos tienen sus horas de apertura y cierre y diligentes empleados que dirigen el sentido de la visita y le desalojan a uno sin contemplaciones a las horas previstas, allí no hay nadie -aunque todo está cuidado, se corta la hierba, se da forraje a los pocos caballos que quedan-: sus puertas están abiertas de día y de noche.

Esto tampoco ha empujado a ningún bárbaro a fracturar puertas o ventanas, que por lo demás carecen de rejas; ningún grafiti humilla sus muros.
Diríase que C... goza de una feérica protección, que alguien pronunció allí una runa que detuvo el tiempo.

Antes o después la curiosidad lleva al visitante a indagar por sus dueños, y entonces una historia de curso fatal parece explicarlo todo.
El último barón de C... hubo de las entrañas de su esposa dos hijos; en el alumbramiento del último enviudó de ésta. El mayor perdió la vida de una forma lamentable: paseaba a caballo por el bosque de la propiedad y se topó con unos cazadores furtivos; se empeñó en arrebatarles sus presas y éstos le volaron la cabeza de un escopetazo.

El hijo pequeño se llamaba Louis. Criado en la magnífica propiedad familiar al calor de las caballerizas, cuando era apenas púber ingresó en la Ècole Militaire, y de ahí pasó a Caballería. Seguía con ello una vieja tradición de su linaje, en el que relucían incluso algunos mariscales de campo.
Hacia 1939 Louis era ya teniente en un regimiento de Dragones.

[ Nota bene: Consignemos para información del neófito que éstos constituían un instituto del arma de caballería “... con la pretensión de hacer promiscuamente servicio alternativo a pié y a caballo” (nos revela Almirante en su Diccionario militar de 1869), para lo cual se les dotaba de un arma de fuego, además del sable.
En 1767, García Ramírez de Arellano, coronel de Dragones, apoyaba su convicción de que los Dragones debían ser instruidos principalmente como fuerzas de Caballería, argumentando: “me basta à fortalecer mi dictamen, mas de treinta y tres años que ha que sirvo en los Dragones; haver [sic] hecho ocho Campañas, y en todo este tiempo dos veces han desmontado los Dragones, para llevarlos à el ataque de los Enemigos; luego, si solo dos veces han obrado como Infantería (estando montados) es evidente, que este servicio es accidental, y el de Caballería cotidiano.” ]

Louis de C... fue un hombre entre dos mundos -lo que acaso sea no decir nada, acaso todos estemos siempre entre dos mundos, uno al que vemos fenecer, otro nuevo que nos avasalla como las olas en el mar-; y el suyo, el de la vieja caballería, acababa decididamente sus días desde que en la Gran Guerra las ametralladoras Maxim se adueñaran del campo de batalla, que perdió tan bella denominación para adoptar la más siniestra de no man's land, la tierra de nadie, el paradigma de lo inhóspito.

A los regimientos de Dragones les arrebataron sus caballos y en su lugar les entregaron unos monstruos de acero de espantable estampa y cincuenta toneladas de peso: los carros blindados Char B, orgullo del ejército francés.

Para mayo de 1940 Francia estaba otra vez en guerra con Alemania. Louis quizá ansiaba entrar en combate. Su padre y su abuelo ya se habían batido contra los teutones en 1914 y en 1870.

La guerra había empezado antes, en septiembre de 1939, pero esos primeros meses habían parecido de broma: heroicos weekend en traje de gala, un revolotear de muchachas como palomas en un parque.

Durante el permiso el joven teniente se mantenía en forma cabalgando durante horas; a veces pasaba todo el día fuera. Su padre sonreía mientras retorcía las guías enceradas de sus bigotes: su retoño también ansiaba otro género de combates cuerpo a cuerpo, y el apuesto jinete estaba muy presente en la atención de todas las damiselas de la comarca. Un día le vió colgar de la silla un gramófono portátil y un álbum de discos.

Y entonces la drôle de guerre terminó abruptamente: los alemanes violaron la neutralidad de Bélgica y rodearon la Línea Maginot, que allá quedó tan imponente como inútil, y se desbordaron sus columnas motorizadas por el plat pays como una hemorragia.

No se había conocido una guerra tan rápida desde los tiempos de Bonaparte. Para tapar esa brecha se envió al norte al regimiento de Louis, que se batió con valor contra los blindados alemanes, a los que logró detener y destruir en la batalla de Abbeville.

La victoria fue ardua y breve, pues muy poco después todos los tanques franceses fueron destruidos por los Stukas, los bombarderos en picado, y por los cañones de 88 mm., armas cuya eficiencia en combate había sido comprobada poco antes contra las fuerzas de la República española.

En el château de C..., un lugar en el que ya entonces el tiempo no solía transcurrir, una mañana llegó la carta ominosa con membrete de un general que informaba al viejo barón que su hijo había caído como un héroe batiéndose en el campo del honor.

Mort pour la France.

Y una condecoración a título póstumo. Francia capituló casi a continuación.

La realidad suele ser más prosaica: el fin del tripulante de un blindado es particularmente poco glorioso, normalmente despedazado o carbonizado entre hierros retorcidos.

La vida del viejo barón quedó vacía; pasaría los años de la guerra vagando como una sombra por los anchos corredores y salones de C..., los corredores y salones de su memoria.

Esperó a 1944, a la restauración de la República, para dictar testamento legando el soberbio monumento de su estirpe truncada al Estado.

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Hace unos años, en la bella comarca de Saint Antonin de Sommaire me tropecé en un paseo con una anciana, de cuya conversación y otras informaciones adicionales conseguí esta segunda historia, no exenta de curiosidad.

En el verano de 1940, en aquél lugar pasaba sus vacaciones una pareja con su única hija. Años antes se habían marchado a trabajar a Niza, y ya sólo regresaban en época estival a la vieja casa familiar.

La joven, que es muy bella, se aburre soberanamente. Encuentra rudos y sin interés a los jóvenes campesinos de los alrededores. Y entonces se tropieza con un joven teniente que pasea a caballo. Lo que sigue es previsible: una historia de seducción.

Él le contaría atropelladamente sus grandezas, quiere conquistarla y recurriría a fórmulas extravagantes: con algunas mujeres los ingredientes del éxito son los mismos que para ingresar en el canon literario occidental: producir agón y extrañeza.

Para el joven aristócrata todo este juego no sería otra cosa que un divertimento, estimulado por la belleza rotunda de la joven, a la que impresionaría la determinación, el esprit del teniente.

Ella era demasiado joven, y no habría leído la descripción que de ese tipo de hombres hiciera el también normando Flaubert apenas noventa años antes:

“… a través de sus maneras dulces, se descubría esa brutalidad particular que comunica el dominio de cosas semifáciles, en las que la fuerza se ejercita y donde la vanidad se recrea: el manejo de los caballos de raza y la sociedad de las mujeres perdidas.”

El joven teniente aparentaría estar un poco loco; un día apareció con un pequeño gramófono y un álbum con discos; ella prefería escuchar a Jean Sablon, pero él se empeñó en que bailaran una polka o un gavotte; al acabar el disco sacó un pesado revolver de su estuche de cuero y le propuso el suicidio inmediato. Después hubo una breve lucha cuerpo a cuerpo y finalmente hicieron el amor sobre la hierba, en un claro del bosque.

La teatralidad de la escena evoca inevitablemente a von Kleist, y sugiere que el amor a la caballería no era el menor de los anacronismos que aquejaban al joven teniente.

Pero la joven normanda era una mujer stendhaliana, y amaba al propio amor tanto como amaba a la vida, así que sintió miedo. O deseó sentirlo, dado que involuntariamente ya imaginaba cómo escribiría en su diario las escenas vividas; habría de ser cuidadosa especialmente con el arrebato erótico, pero tampoco lo eludiría ¡Era tan aburrida, tan poco estimulante, la vida en el bocage normando!

Mientras esperaba una nueva visita de su amante, lo que llegaban eran las noticias de la invasión y del rápido progreso de las tropas alemanas. Los padres de la joven discutían qué decisión tomar: la mujer apremió a su esposo a regresar inmediatamente al Sur, más alejado del frente que Normandía. Él rechazaba la proposición: ¡Qué cobardía! ¡El ejército francés detendría a los alemanes! ¡Se produciría un nuevo milagro como el del Marne!.

Pero día tras día las noticias no hacían sino empeorar, así que al final el hombre accedió a regañadientes a cargar el Citroën traction avant e iniciar el largo viaje a Niza. Mientras cargaba los bultos apareció por el recodo del camino una disciplinada columna motorizada alemana, así que en silencio volvieron a descargar el coche y ocultaron éste en un establo, para evitar que fuera requisado. “Nos quedamos aquí. Se ha hecho tarde”.

Semanas después de irse el teniente, que nunca volvió, ella supo que estaba embarazada. No fue a ningún médico; muy cerca de allí, en Juignettes, vivía una especie de bruja blanca o sanadora a la que llamaban Mme. Soleil, que fue quien le confirmó su estado, y quien le dijo que su teniente ya estaba muerto.

Dió a luz a una niña.

Pasaron allí, en St. Antonin, toda la guerra. Un largo tedio que devolvió a los padres la vida de la infancia, el cuidado de un corral, la cría de una vaca y la suma importancia de un aparato de radio.

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¿Y qué fue de madre e hija?

Según una fuente (una anciana que vive cerca de la mansión de La Nöe Vicaire), en el verano de 1944, muy poco antes de que las tropas aliadas -una columna de británicos cuyos sonrojados supervivientes siguen acudiendo cada verano a Rugles a engullir côte de boeuf y sidra- llegaran a la comarca, pasaron dos desgracias: una fue que en un pueblo de las cercanías cayó una bomba volante alemana V1; lo arrasó absolutamente todo en doscientos metros a la redonda.

La otra ocurrió allí mismo. En el cielo apareció un bombardero aliado que venía muy tocado: sólo le funcionaba un motor que tosía y humeaba. En su obsesión por alcanzar sus líneas, soltó un objeto para aligerar peso.
La bomba cayó en la casa donde vivía la joven con sus padres y su hija; todos perecieron.

Tiempo después interrogué a otras personas sobre esta historia. Algunas no la conocían en absoluto, pero otras afirmaban muy seguras que esa bomba cayó, pero sólo mató a un anciano solitario que era vecino de una familia, pero ésta y la niña habrían sobrevivido.

¿A qué conclusión llegar?

La cantidad y detalle de la información aportada por la anciana sugiere una evocadora posibilidad: ella misma sería la hija de la joven seducida; o bien toda la historia no sería más que la elaborada fantasía de una amable fabuladora.

jueves, 12 de marzo de 2015

30 de septiembre de 1936



Te decías “de esta no salgo” y fumabas nervioso un cigarrillo tras otro

(llevabas una caja de las de zapatos llena de pitillos, bien guardada en tu baúl bajo candado; los había liado uno a uno tu novia, que se llamaba como esa otra reina normanda, Matilde, que tejió un tapiz larguísimo con la gesta de su esposo: igualmente la tuya con esa actividad absorbente se consagraba a tí en tu ausencia; si llegaras vivo a puerto te esperaría otra caja igual para la siguiente singladura)

Mira que sabemos los españoles de improvisaciones. Demasiado. Pero eso de navegar sin artillería, y colocar unos tubos para que parecieran cañones... Y salir al Estrecho a combatir en esas condiciones...

Aunque vuestro barco, el destructor Gravina, navegaba con las luces apagadas, os divisó el crucero Cervera, que os persiguió y abrió fuego una y otra vez.

Un espectáculo estremecedor pero no exento de belleza: A vuestro alrededor silvaban los proyectiles del 15,24 que caían al agua provocando grandes surtidores. Navegábais en zig zag, intentando escapar, pero un cañonazo entró de lleno en la cámara de máquinas de popa; milagrosamente la espoleta no funcionó, y el proyectil atravesó la estructura e hizo otro boquete de salida bajo la línea de flotación. A duras penas se pudo achicar el agua empleando la falsa inyección de las bombas centrífugas de circulación de agua de mar a los condensadores.

La única salida en esas condiciones fue enfilar la cercana Casablanca y refugiarse en su puerto.

Allí vivísteis horas de intriga y tensión mucho antes que la ficción cinematográfica consagrara el lugar por el irreal Rick's Café Americain en cuya barra se apoyara con gesto abandonado un Humphrey Bogart impecablemente vestido de blanco.

Los cruceros enemigos quedaron al acecho, pues sabían que teníais que salir en pocas horas. Adicionalmente, empezaron a revolotear unos tipos siniestros ofreciendo ventajas a quien se pasara al enemigo, aún más si se entregaba el buque. La intriga tuvo éxito: casi todos los oficiales del buque desertaron.

Quiénes peores, si esos corruptores galgos verdugos (Corpus Barga dixit), o esos matones del comité revolucionario que tienes a bordo.

Así pues, hubo que echar cojones para violentar el bloqueo y salir de Casablanca: parecía la crónica de una muerte anunciada. Ya en demanda de Cartagena os cortó el camino de nuevo el crucero Cervera, que empezó a cañonear tu barco, presa fácil sin cañones ni oficiales.

Y como os disteis por perdidos, alguien dijo: “vamos a abordar a ese hijoputa y nos vamos a pique juntos”.
Nadie dijo nada, sólo tragásteis saliva, grave el continente mientras los silencios se agolpaban en la boca, y lo demás pasó como en un trance.

Virando con decisión, pusísteis proa al crucero a toda máquina; ordenaste cargar los tubos lanzatorpedos a sabiendas de que sería raro que llegaran a poder usarse; los cañones postizos eran tan inofensivos como las escopetas de feria.

Pero el barco entero era espolón de cóncava nave de Salamina:
con su sacrificio acaso se salvara Atenas!

Y entonces sucedió el milagro: en el crucero vieron claro el propósito suicida y se acojonaron, viraron en redondo y huyeron a toda máquina, bien que pegando cañonazos.

Y es que de proa el Gravina se mostraba tan breve como la sección de un cuchillo, y no era fácil acertarle.

Todo era extraño; eran extraños los días, aquella guerra, y sobre todo era extraño seguir vivo.
Seguías fumando y te sabía mejor, aunque cada vez que prendías un cigarrillo tuvieras que regalar otros dos.

Tomaste la foto justo después, con aquella Agfa de fuelle que años después me regalaste, navegando ya hacia Cartagena, desde el puente hacia popa, mala mar, aún se ve en la borda una grúa suelta, el hueco por la pérdida de una de las chalupas de salvamento durante el intercambio de disparos.
Recuerdo que en otra foto pareja de ésta un golpe de mar tapaba todo el barco salvo las chimeneas y el palo.

Pedro Bastida, cuánto agradezco que hurtaras tu cuerpo a las balas, a la metralla y a los miserables que luego premiaron tu valor con una prisión militar, condenando por “auxilio a la rebelión” a uno de los varones más fieles y más honrados que he conocido en mi vida, y cuyo coraje y dignidad tanto me han servido de ejemplo. Imagínatelo, me estoy haciendo viejo y aún me dura.