lunes, 29 de diciembre de 2014

Hans Lange



Guardo desde 1998 esta fotografía. Posee la virtud de conmoverme siempre. No sólo la imagen, que es muy poderosa; también las palabras que el anciano pronunció. Todo ello se publicó en un semanario gráfico, versión aligerada de un trabajo de más calado sobre antiguos soldados de la Gran Guerra que aún vivían ochenta años después del fin del conflicto. Todos centenarios, los últimos testigos vivos de aquél aquelarre.

Este hombre se llamaba Hans Lange, y era alemán. Sostiene un retrato suyo de 1915. La mirada luminosa de ese adolescente, epítome de todas las bellas miradas, se apagó en 1916. Un soldado francés le lanzó una granada de mano que le cegó y mutiló el rostro. Perdió el ojo derecho inmediatamente, y tres años después la visión del izquierdo.

Con cien años cumplidos, los recuerdos de Hans Lange regresaban a esos días obsesivamente. Dicen que en la ancianidad a veces la memoria juega así con nosotros, nos devuelve con toda viveza los recuerdos más remotos, como si nos hiciera penetrar en un bucle.

Hans Lange también soñaba, padecía una pesadilla recurrente en la que aquella granada estallaba una y otra vez.

“Creo que siempre esperé a aquel soldado”, dijo; “al soldado que me hirió”.

Un miedo interminable. Después de lanzar las granadas, los soldados entraban en la trinchera enemiga y despachaban a bayoneta o a disparos a sus enemigos. Ese era el rol de las tropas de asalto, que no en vano poseían la siniestra denominación de “limpiadores de trincheras” (nettoyeurs de tranchées).
Herido y conmocionado, Lange esperó ser ejecutado por aquel soldado francés que, sin embargo, nunca llegó.

Mientras convalecía y se quedaba totalmente ciego, Hans Lange se doctoró en filosofía. Pasó el resto de su vida como profesor.

Decía: “Para mí, el imperativo categórico de Emmanuel Kant es el bien cultural más precioso de los alemanes. Expresa la vida según una ley moral que enseña la universalidad de la razón contra la oscuridad, la mentira y la guerra. La paz contra la violencia. El derecho contra la fuerza. Esta es la ley moral que permite distinguir el bien del mal cuando el hombre pierde su noción.”

Para Lange la guerra es la peor de las abominaciones. “Deberíamos leer continuamente el tratado de Kant Sobre la paz perpetua. Pero el mundo está muy lejos de Kant. De nada han servido las matanzas del siglo XX”.

Este opúsculo sigue siendo una de las más desconocidas creaciones de Kant, autor al que estudiamos pero nunca leímos: los clásicos de la literatura y del pensamiento duermen un sueño de mármol en inaccesibles anaqueles. O eso hemos aceptado.

El peso de la Crítica de la razón pura desplaza la curiosidad sobre el resto de su obra, que encierra lecturas más ligeras y ágiles, como la muy recomendable Los sueños de un visionario, refutación de su extravagante contemporáneo Swedenborg, que creía hablar con los ángeles, y el tratado Sobre la paz perpetua, que es un libro sumamente atípico. Para empezar, remeda un texto jurídico, no filosófico. Se postula -y se anticipa- como una de esas leyes modelo que adopta la ONU para que sean copiadas por las naciones. No está exenta de humor o ironía: por un lado, en su brevísima nota preliminar se nos advierte que su título nada tiene que ver con un cartel con el mismo lema que según se decía entonces (en 1804), estaba colgado en una taberna holandesa y mostraba un cementerio; de otro, por su propia estructura, compuesta de secciones y artículos con su comentario... y hasta un protocolo secreto, que propone garantizar que los filósofos sean escuchados antes de una guerra por los políticos, y en cuya glosa nos advierte que “... no hay que esperar que los reyes filosofen ni que los filósofos sean reyes, como tampoco hay que desearlo, porque la posesión del poder daña inevitablemente el libre juicio de la razón”.

Si siguiéramos el consejo del profesor Lange, el menos perspicaz de los lectores concluiría que las ideas que Kant expone sobre una república mundial están presentes en la arquitectura jurídica de la Unión Europea, o de la Organización de las Naciones Unidas... Pero no hay más que hacer repaso de la política de las últimas décadas, o leer los papeles de wikileaks para constatar la veracidad de las palabras de Hans Lange: estamos muy lejos de Kant. Por no hablar de la realidad española, desangrada por la corrupción, y donde algunos -demasiados- vuelven el rostro hacia los cantos de sirena del nacionalismo, la apoteosis de lo tribal, uno de los ingredientes explosivos de la guerra de 1914.
Sí, estamos muy lejos de Kant.

Con todo, comprendí que el énfasis de Hans Lange en este opúsculo estriba en una idea capital:

la paz debe ser instaurada

No puede ser un mero ideal. Y esto sólo puede hacerse suprimiendo fronteras y apostando por políticas de igualdad social. Es palmario que esta idea se abrió camino en hombres como Jean Monnet o Adenauer. Pero es dudoso que inspire a los políticos actuales de Europa, de una mediocridad similar o peor a la de aquellos que condujeron a las hogueras de 1914 y 1939; a esos políticos como los de nuestro país, que han alienado a varias generaciones de jóvenes ciudadanos con la superstición de que no puede haber política distinta al diktakt de entidades tan turbias como el poder financiero, el burdo “lo dice europa”, el banco central europeo, el FMI... no puede haber política, pero sí nacionalismo, ese opio otra vez.
Sí, estamos muy lejos de Kant, que nunca aceptó el optimista postulado de Rousseau acerca de la bondad innata del hombre, pero que tampoco cayó en la desolación moral de Hobbes, que crea el Leviatán para que inspire temor a una humanidad esencialmente perversa.

Volvamos a la foto. Es mérito de un francés, Didier Pazery. Decía líneas atrás que formaba parte de un trabajo más amplio que aquél artículo, un libro -inédito en España, ya descatalogado en Francia- que se tituló 24 Visages sur la Grande Guerre, y que este verano encontré en una librería del boulevard Saint Germain.

Este año que ya acaba es el centenario del inicio de la Gran Guerra, lo que ha generado un número incontable de conmemoraciones sobre la efemérides y ha devuelto actualidad a este valioso trabajo. Por esa razón ha sido rescatado para una exposición que tuvo lugar en la estación del Este de París, entre el 23 de junio y el 30 de noviembre, titulada 14 visages et vestiges de la Grande Guerre.
El escenario ha sido el más adecuado; la vieja gare de l'Est está asociada a multitud de fotos de época que muestran el trasiego de miles de soldados que se dirigían o regresaban del frente; el tiempo en tránsito, sea en aquellos ferrocarriles, sea en nuestros aeropuertos, es otra tierra de nadie, transición a la muerte o regreso a la vida de la retaguardia, al vientre de la mujer.
A veces me duele el mundo entero, me aterroriza la inmensa abyección del mono loco; nosotros somos los inventores de todos los demonios, de todas las iniquidades, los muñidores de todo sufrimiento, de toda destrucción, de toda crueldad.

La dignidad y la serenidad de Hans Lange son bálsamo en las horas más oscuras, como éstas de la madrugada en las que, insomne, escribo.

lunes, 17 de marzo de 2014

Santiago Garcés

Hace poco un amigo me envió unas fotos de la finca El Fondó, en las cercanías de Monóvar, donde se encuentra la villa que sirviera de última sede al ya entonces cuasi-fantasmal gobierno de la República en marzo de 1939. El Dr. Negrín con sus últimos fieles, casi todos más o menos vinculados al Partido Comunista, el único que sostenía la consigna de resistencia a ultranza de aquél, convencido como estaba de que sólo era cuestión de meses que la Segunda Guerra Mundial estallara, que eso alinearía a España con las grandes democracias, y sería a la postre su salvación.

Allí, en un lugar escondido e idílico, se representó el último bal masqué de la Guerra Civil española; sus actores no sólo fueron los políticos cuyos nombres registra la Historia, ni la corte de poetas (Rafael Alberti, María Teresa León) que puso el irreal contrapunto a aquéllos; veremos que los actores secundarios no desmerecen nada en este dramatis personǣ.

La lectura me recordó una extraña tarde de conversación que tuvo lugar aproximadamente en el otoño o invierno de 1987, un solitario día de semana.

Me encontraba de sobremesa en el Club Náutico de Los Alcázares, disfrutando de una animada conversación en buena compañía femenina. Salvo nosotros y un solitario anciano en una mesa próxima, el comedor se hallaba vacío.

La conversación en mi mesa había derivado -nada menos- que a la responsabilidad de los militares en el golpe de estado de julio de 1936; trataba el tema convencional del traidor y el héroe. El tono de mi diatriba era apasionado; en ese momento el anciano se levantó de su mesa, se acercó a la nuestra, y en tono sumamente educado terció en mi discurso -que no había podido evitar escuchar- recordándome que ya en el siglo XVI el padre Vitoria, el ilustre iusnaturalista español, había encontrado justificado el tiranicidio por el Derecho Natural.

A la postre el comentario no era idóneo, pues yo no estaba justificando a Franco, ni a Mola, ni a Sanjurjo, ni a ninguno de los generales golpistas, pero la entrada del anciano fue desde luego efectista, así que aclarado el caso le invitamos a compartir mesa, café y conversación. Sobre ésta última, lo que yo dijera es hoy irrelevante, salvo por un extremo puramente fortuito que fue detonante de una intensa emoción: fue ésta la que trajo todo lo demás.

Dijo llamarse Santiago Garcés.
Que muy joven, durante la guerra, fue director del Servicio de Inteligencia Militar de la República (en acrónimo, SIM).
Que de haber seguido a Negrín todas las fuerzas del bando republicano, la guerra no se habría perdido.
Que la causa inmediata de la derrota se debió a dos traiciones: la del coronel Casado en Madrid y la del almirante Buiza en Cartagena, al fugarse con la flota a Bizerta. Insistió con pasión en la condición de traidor de Buiza; me dió la impresión de que su animadversión era anterior a la defección de éste.
Que cruzó la frontera francesa con los restos del Ejército del Ebro en la dramática retirada de febrero de 1939, junto con el Presidente Azaña y otros. Más tarde supe que uno de éstos fue el coronel del Estado Mayor D. Manuel Estrada.
Que desde el sur de Francia regresó a Levante en avión junto con unos pocos fieles, para ponerse a las órdenes del gobierno y continuar la resistencia.

En su coche había recogido parte de los archivos del SIM, supongo que informes de particular importancia; otros los habría destruído. Obviamente los miembros de esta expedición no fueron a parar a ningún campo de concentración tras cruzar la frontera. El Presidente Azaña ya se había desentendido de la República; fue primero a París, donde se refugió en la embajada española, y después a Montauban, donde se recluyó hasta que la muerte le sorprendió en 1940, en vísperas de la débacle de Francia frente al invasor nazi. Allí terminó la sorprendente obrita de teatro (que él calificó meramente de “diálogo”) La velada en Benicarló, uno de cuyos personajes se llama Garcés, y en cuya boca coloca frases como: “la corriente inspiradora de la República ha quedado desviada o enturbiada”, o “nadie monopoliza la barbarie o el desmán”. Años después me pregunté si la coincidencia de nombres no sería casual, si no pensaría en Santiago Garcés aquél desencantado Azaña. Hoy pienso que no, o que la inspiración sería antitética.

En aquella época yo sabía de la existencia del SIM, pero nada más. No conocía la fama siniestra asociada a este nombre. Tampoco había escuchado nunca el nombre de Santiago Garcés.

Ignoraba, y lo supe después de conocerle, que Santiago Garcés formaba parte del grupo de guardias de asalto o carabineros que en Madrid, la noche del 12 de julio de 1936, en venganza por el asesinato del teniente José Castillo a manos de falangistas, decidieron secuestrar y asesinar a Calvo Sotelo, destacado diputado derechista.
De Calvo Sotelo se puede decir sin arriesgarse mucho que fue víctima, pero de haber vivido habría sido verdugo: ¿buscaba Garcés en el padre Vitoria una justificación a su desmán? ¿habría llegado a mixtificar tanto su culpa como para convencerse que había sido un nuevo Marco Bruto? El tema del héroe o el asesino no es sino una variación de la del traidor y el héroe.

Pero la conversación no discurría por tan ásperos derroteros. Continuó diciendo que marchó -como tantos otros- al exilio en México, donde se afincó y escaló puestos hasta situarse como ejecutivo de la compañía PEMEX (no sería el único republicano español en su plantilla); formando parte de una delegación de ésta pudo visitar España a comienzos de los años setenta; unos años después de muerto Franco, ya jubilado, se atrevió a regresar definitivamente a su patria.

Le pregunté si conocía al coronel Manuel Estrada Manchón, también exiliado en México. No sólo le conocía, sino que había trabajado estrechamente con él durante la guerra; con él cruzó la frontera francesa, y con él pasó los últimos días en España hasta el exilio definitivo; glosó su trayectoria, su desengaño y alejamiento posteriores del Partido Comunista, su inmensa calidad como intelectual, su brillante obra ensayística, injustamente desconocida en España...

Le conté entonces que Manuel Estrada era sobrino de mi abuelo Luciano Estrada, que sus hermanos menores, Eugenio y Felisa, habían pasado la guerra refugiados en su casa de Alumbres -donde ejercía de médico- con mi padre y mi abuela, y que merced a la intervención del coronel mi abuelo salvó la vida, pues fue secuestrado por unos facinerosos debido a su notoria condición de católico y conservador, y aquél consiguió tanto su liberación como la de todos los secuestrados, que habían sido ingresados en la Prisión de San Antón sin formación de causa.

La coincidencia le conmovió. No sabia nada de Manuel Estrada desde que volvió a España, ¿qué era de él? ¿tenía yo noticias suyas?

Sin pensarlo dos veces, le espeté que Manuel Estrada había muerto unos años antes, en 1980, de forma un tanto absurda, pues había sufrido al parecer una caída en la escalinata de la Universidad Autónoma, en Ciudad de México, de la que era catedrático.

La noticia le produjo verdadera consternación. Se llevó pudorosamente una mano al rostro y a duras penas reprimió un sollozo.

Todavía con los ojos llenos de lágrimas, me contó entonces el último episodio en aquella villa cercana a Monóvar. Los frentes se derrumbaban, nadie cumplía las órdenes, la flota había zarpado y en Cartagena había estallado una rebelión para entregar la plaza a Franco; Madrid, la capital de la defensa numantina, quedaba abierta a las tropas del invasor... Negrín se derrumbó también, ya nada se podía hacer. Pero él, Santiago Garcés, tuvo una idea, una acción insensata que serviría para que la República no fuera conquistada por Franco, para que una parte de España quedara bajo otro ocupante, de modo que tras el estallido de la Guerra Mundial, desde allí renaciese la República, alineada con los aliados... ¿Cómo? Muy sencillo: en el aeródromo de Los Llanos, cerca de Albacete, aún quedaba operativa una escuadrilla de bombarderos Katiuska, los cuales, dotados de tanques de combustible auxiliares, partirían en una misión sin retorno para bombardear el Vaticano. La salvaje acción produciría tal conmoción en el mundo entero que una fuerza armada amparada por la Sociedad de Naciones ocuparía inmediatamente la zona republicana, cuyas fuerzas no ofrecerían resistencia: voilà, una parte de España no sería franquista.
Negrín no dudó ni un instante: ¡No!. Como Garcés insistiera, la negativa del Presidente fue violenta, tajante.

Yo escuchaba sus palabras estupefacto, supongo que con los ojos abiertos como platos, pues la autenticidad del testimonio era innegable. Garcés lloraba.

Incurro en la inelegancia de señalar lo obvio: la idea de Garcés no sólo era una salvajada; era un disparate que ni habría llevado aparejadas las consecuencias pretendidas ni habría permitido un digno recuerdo de la República ni de las miles de personas de toda condición que por ella lucharon.

Pero para ser justos, pienso que Garcés contaba esto como una muestra de la situación delirante de esas últimas horas en territorio español; que no intentaba justificarse, que no pretendía que aquella idea hubiera servido para algo. En suma, que lo sensato fue la negativa de Negrín.
Paseando antes de despedirnos, me contaba que estaba desarrollando una teoría política que denominaba “panacea municipal”. A grandes rasgos, parecía mostrar una fe infinita en las posibilidades de democracia real en los pueblos y ciudades, más que en ámbitos más amplios. A la idea no le faltaba su lógica. La realidad, sin embargo, ha derivado hacia algo más siniestro, pues la administración local española es sin duda el epítome de la corrupción y el lumpen.

La idea es desde luego muy española, pudo venir sugerida por la tradición foral y por esa tendencia a la asamblea gemánica que tanto carácter -para bien y para mal- ha impreso en nuestro volksgeist. Quizá esta teoría viniera inspirada en la lúcida exposición que sobre la materia trazara uno de los autores del exilio más injustamente desconocidos: Antonio Ramos Oliveira, que publicó en México su Historia de España.

Escribió su nombre y teléfono en un papel, que aún conservo. Me pidió que le llamara, que nos viésemos alguna vez. Nunca lo hice.