En mi niñez viví en un barrio
extramuros que había sido rebautizado con el nombre de un hombre que había
construido el primer submarino, así que todas sus calles cambiaron igualmente
sus denominaciones por las de todos los miembros de la tripulación de aquel
ingenio, y a las que quedaron les asignaron otras más o menos vinculadas: a la
mía le pusieron la de calle de la Marina, había otra del Contramaestre, otra del
Maquinista, etcétera.
Era una calle de bellos hotelitos
con jardines muy al gusto francés, que discurría en paralelo no lejos de la
vía; las locomotoras pasaban rugiendo varias veces al día y hacían temblar los
cristales de la casa, de modo que mis hermanos y yo, pese a ser niños de la
segunda mitad del siglo XX vivíamos recluidos en una especie de reserva vital
del siglo XIX (alternativa Jules Verne, por lo del ferrocarril y el submarino,
también por el viaje a la Luna que se detallará), gobernada por la autoridad
silenciosa de nuestro fabuloso abuelo, que era el médico, y a quien todos
llamaban Don Luciano. Pasaba consulta en el bajo de la casa, en un gran
despacho lleno de bellos libros, de cuyo techo pendía una hélice de biplano
convertida en lámpara.
El abuelo se negaba a instalar en
casa las innovaciones del televisor y del teléfono, que a su entender trocaban
la vida en exceso afanosa. Por descontado no teníamos coche, si bien mi padre
hacía exclamar a Pepa la cocinera ¡Jesús María y José! cada vez que salía de
casa como una centella -o algo menos- audazmente montado en un mosquito
Velosolex. Bien considerado, televisión y automóvil eran invenciones no
anticipadas por Verne, y el abuelo sentía en cambio mucha simpatía por el globo
aerostático -que lamentablemente quedaba fuera de sus posibilidades-, y se
pasaba sus ratos muertos dibujando veleros de varios palos con todo su aparejo,
que conocía con todo detalle; es más, distinguía perfectamente una balandra de
una goleta de un queche de una bricbarca.
La abuela descansaba todas las
cuestiones domésticas en nuestra tata Mónica (más conocida por su alias de La
Perla) y en Pepa la cocinera, y vivía pendiente de la Iglesia y de sus
visitas. Era fácil seguir su rastro por el reguero de estampas de santos y misales
que iba dejando a su paso, y que aún hoy aparecen entre sus antiguas
pertenencias.
Dijérase que fue pensando en ella
que Gil de Biedma escribió los versos de De vita Beata:
En un viejo país
ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia
Las calles eran de tierra batida y
casi no había tráfico. De vez en cuando nuestra tía abuela Carmelina, que
llevaba una ociosa vida de châtelaine en su mansión de los Turbintos,
decidía que le apetecía ser visitada por nuestra abuela y nosotros, sus nietos,
comme il faut, y entonces nos enviaba a su chófer, Enrique,
ataviado con uniforme gris y gorra al volante de un viejo Fiat inmenso con unos
cromados relucientes que era largamente observado desde jardines y ventanas
mientras recorría majestuosamente la calle de la Marina.
En todo esto había una curiosa
dosis de paralelismo inglés, dado que nuestra casa había pertenecido antes a un ingeniero inglés, Don Arturo
Warrington, representante de la compañía belga de los tranvías, la “Societé des
Tramways de Carthagène”, que se había hecho traer de su país unas preciosas
chimeneas de hierro colado y tiro regulable con el lema Empire made
grabado. Y la mansión de la tía Carmelina también había sido construida para
otro ingeniero inglés, y también tenía instaladas esas mismas salamandras e
incluso unos lavabos y water closed victorianos realmente notables,
frente a los cuales uno se sentía pequeño, muy pequeño.
Seres en estado de naturaleza, la
ausencia de televisión no causaba trauma alguno en ningún habitante de la casa:
Se escuchaba la radio, se observaba la existencia inane de las gallinas, cuyo
número no menguaba merced a las contribuciones de la clientela, y el abuelo nos
leía unas obritas de teatro con bellos ejemplos morales que escribía en unas
libretas apaisadas, o bien ponía disco tras disco de ópera en su gramola. Si
nos cansábamos de oír cantar al abuelo -que siempre intervenía doblando al
barítono-, teníamos un rudimentario cinematógrafo con el que mi hermano mayor
proyectaba unas peliculitas naïf, más otras que en un estilo lineal muy alpha
art él mismo dibujaba con tinta china sobre tiras de papel de cebolla.
Los niños, desde bien pequeños,
ocupábamos la calle, a veces bajo la atenta vigilancia de alguna criada, a
veces ni eso. Ya dije que pocos fenómenos rompían la quietud del barrio; uno de
mis primeros recuerdos es oír a las golondrinas al atardecer, resistiéndose a
pausar su existencia perentoria ante la inminencia de la puesta de sol.
Pero hubo uno -un fenómeno- que
hizo su aparición una vez y que se reservó a los niños: un alto y viejo furgón
entoldado tirado por un gran percherón; en el pescante se sentaba un hombre tan
viejo como el Holandés Errante debió serlo -algunos adultos dijeron luego que
era un veterano de la guerra de Cuba-. Junto a él pendía una campana, que iba
tañendo sin apremios, hasta parar en medio de la calle. Entonces se apeó y,
haciendo aspas con los brazos muy teatralmente, soltó una perorata mientras
señalaba los dibujos -inspirados en Meliès- que decoraban el entoldado,
primorosamente rotulado en colores con el lema:
Viaje a la Luna
Los niños nos arremolinamos
ansiosos alrededor del furgón, acariciábamos las crines del percherón, y luego
porfiábamos para que la madre o incluso la criadita suministraran la moneda que
permitía que el viejo, como en el caso del barquero Caronte, franqueara el
embarque a la barca/furgón a través de una escalerilla colapsable.
Antes hubo que vencer la reserva
de alguna madre, que temía que el viejo fuera un moderno trasunto del flautista
de Hamelin, que a la postre limpiara de niños la calle para siempre -idea que
por cierto no disgustaba a todo el mundo-.
Una vez dentro, todos los niños
nos sentamos en unas bancadas de madera; del techo pendían colgantes y móviles
que aludían inocentemente al objeto que consagraba el viaje. Éste último no
consistía sino en dar una buena vuelta por las manzanas adyacentes escuchando
la sarta de monsergas que en tono misterioso largaba el viejo sin esfuerzo. Los
niños, encantados.
El viaje duraba lo suyo, porque ni
el viejo ni el percherón ni nosotros mismos teníamos prisa. Es más, si algo
teníamos en común los tres era el singular privilegio de ser aún todos dueños
del tiempo. Bien considerado, aquello sólo tenía mérito en el viejo, dado que
el caballo carecía de juicio, y nosotros poco más.
Quisiera decir que en aquel viaje
sucedieron prodigios sin cuento, o que algo tuvo de iniciático, o que al volver
a bajar por la escalerilla colapsable uno no era el mismo que había sido, pero
cualquiera de estas cosas sería materia tan falsa como las aventuras del barón
de Münchausen.
Tras depositarnos en nuestra
calle, el viejo se largó por donde vino. Luego, las criaditas se enzarzaron en
discusiones por ver a qué casa correspondía el derecho a retirar de la vía
pública la bosta que había dejado el caballo, tan benéfica para las flores de
los jardines.
Un par de años después se anunció
a bombo y platillo que la misión Apolo XI había llegado a la Luna, pero se
comprenderá que a una serie de niños y a mí la noticia nos pareciera
absolutamente irrelevante: ¡nos habíamos anticipado a los americanos en tal
viaje!
Un relato con mucho encanto,Miguel.
ResponderEliminarUn abrazo.
Nacho
Muy bella historia, Miguel
ResponderEliminarUna historia encantadora Miguel.
ResponderEliminar