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Estas
dos historias, que como se verá, acaso sólo sean capítulos de una
única que han permanecido separados, se cuentan en el bucólico País
de Ouche, si bien en aldeas que distan la una de la otra una
treintena de kilómetros.
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Uno
de mis lugares dilectos en Normandía es el Château de C... .
Se
trata de un paraje prácticamente desconocido, lo que permite el lujo
de visitarlo, recorrer su parque y sus bellas dependencias sin
encontrar un alma.
El
edificio muestra en su fábrica más antigua, en su foso (que se
alimentaba de las aguas del Iton, que serpentea por las
inmediaciones) y en sus torres, la impronta de la vieja fortaleza
militar, si bien las sucesivas reformas convirtieron ésta en la
magnífica residencia que todavía se muestra hoy.
En
la finca se criaban caballos, aún quedan algunos en sus praderas,
pero sus caballerizas están hoy casi vacías.
Insisto
en el raro privilegio que supone poder visitar a solas esta
propiedad, mientras a unos kilómetros de distancia, en París o en
el Mont Saint-Michel, legiones de turistas se consagran al arduo
trabajo de fotografiar y/o grabar en video cada plano en cada
instante; minucioso registro con el que se podría montar una
película tan larga y continua como la propia vida, una obra aún
mayor que la Muralla China, pero sin duda mucho más tediosa.
En
fuerte contraste, en C... aún se puede experimentar una emoción
estética incontaminada, no hay que hacer esfuerzo alguno para
abstraerse de ninguna incómoda compañía; es fácil así sentir la
perturbadora nostalgia de lo no vivido, todavía más fácil por la
extraña circunstancia de que mientras el resto de los monumentos
tienen sus horas de apertura y cierre y diligentes empleados que
dirigen el sentido de la visita y le desalojan a uno sin
contemplaciones a las horas previstas, allí no hay nadie
-aunque todo está cuidado, se corta la hierba, se da forraje a los
pocos caballos que quedan-: sus puertas están abiertas de día y de
noche.
Esto
tampoco ha empujado a ningún bárbaro a fracturar puertas o
ventanas, que por lo demás carecen de rejas; ningún grafiti
humilla sus muros.
Diríase
que C... goza de una feérica protección, que alguien pronunció
allí una runa que detuvo el tiempo.
Antes
o después la curiosidad lleva al visitante a indagar por sus dueños,
y entonces una historia de curso fatal parece explicarlo todo.
El
último barón de C... hubo de las entrañas de su esposa dos hijos;
en el alumbramiento del último enviudó de ésta. El mayor perdió
la vida de una forma lamentable: paseaba a caballo por el bosque de
la propiedad y se topó con unos cazadores furtivos; se empeñó en
arrebatarles sus presas y éstos le volaron la cabeza de un
escopetazo.
El
hijo pequeño se llamaba Louis. Criado en la magnífica propiedad
familiar al calor de las caballerizas, cuando era apenas púber
ingresó en la Ècole Militaire, y de ahí pasó a
Caballería. Seguía con ello una vieja tradición de su linaje, en
el que relucían incluso algunos mariscales de campo.
Hacia
1939 Louis era ya teniente en un regimiento de Dragones.
[
Nota bene: Consignemos
para información del neófito que éstos constituían un instituto
del arma de caballería “... con la pretensión de hacer
promiscuamente servicio alternativo a pié y a caballo” (nos
revela Almirante en su Diccionario militar
de 1869), para lo cual se les dotaba de un arma de fuego, además del
sable.
En
1767, García Ramírez de Arellano, coronel de Dragones, apoyaba su
convicción de que los Dragones debían ser instruidos principalmente
como fuerzas de Caballería, argumentando: “me basta à
fortalecer mi dictamen, mas de treinta y tres años que ha que sirvo
en los Dragones; haver [sic]
hecho ocho Campañas, y en todo este tiempo dos veces han desmontado
los Dragones, para llevarlos à el ataque de los Enemigos; luego, si
solo dos veces han obrado como Infantería (estando montados) es
evidente, que este servicio es accidental, y el de Caballería
cotidiano.” ]
Louis
de C... fue un hombre entre dos mundos -lo que acaso sea no decir
nada, acaso todos estemos siempre entre dos mundos, uno al que vemos
fenecer, otro nuevo que nos avasalla como las olas en el mar-; y el
suyo, el de la vieja caballería, acababa decididamente sus días
desde que en la Gran Guerra las ametralladoras Maxim se adueñaran
del campo de batalla, que perdió tan bella denominación para
adoptar la más siniestra de no man's land, la tierra de
nadie, el paradigma de lo inhóspito.
A
los regimientos de Dragones les arrebataron sus caballos y en su
lugar les entregaron unos monstruos de acero de espantable estampa y
cincuenta toneladas de peso: los carros blindados Char B,
orgullo del ejército francés.
Para
mayo de 1940 Francia estaba otra vez en guerra con Alemania. Louis
quizá ansiaba entrar en combate. Su padre y su abuelo ya se habían
batido contra los teutones en 1914 y en 1870.
La
guerra había empezado antes, en septiembre de 1939, pero esos
primeros meses habían parecido de broma: heroicos weekend en
traje de gala, un revolotear de muchachas como palomas en un parque.
Durante
el permiso el joven teniente se mantenía en forma cabalgando durante
horas; a veces pasaba todo el día fuera. Su padre sonreía mientras
retorcía las guías enceradas de sus bigotes: su retoño también
ansiaba otro género de combates cuerpo a cuerpo, y el apuesto jinete
estaba muy presente en la atención de todas las damiselas de la
comarca. Un día le vió colgar de la silla un gramófono portátil y
un álbum de discos.
Y
entonces la drôle de guerre terminó abruptamente: los
alemanes violaron la neutralidad de Bélgica y rodearon la Línea
Maginot, que allá quedó tan imponente como inútil, y se
desbordaron sus columnas motorizadas por el plat pays como una
hemorragia.
No
se había conocido una guerra tan rápida desde los tiempos de
Bonaparte. Para tapar esa brecha se envió al norte al regimiento de
Louis, que se batió con valor contra los blindados alemanes, a los
que logró detener y destruir en la batalla de Abbeville.
La
victoria fue ardua y breve, pues muy poco después todos los tanques
franceses fueron destruidos por los Stukas, los bombarderos en
picado, y por los cañones de 88 mm., armas cuya eficiencia en
combate había sido comprobada poco antes contra las fuerzas de la
República española.
En
el château de C..., un lugar en el que ya entonces el tiempo no
solía transcurrir, una mañana llegó la carta ominosa con membrete
de un general que informaba al viejo barón que su hijo había caído
como un héroe batiéndose en el campo del honor.
Mort
pour la France.
Y
una condecoración a título póstumo. Francia capituló casi a
continuación.
La
realidad suele ser más prosaica: el fin del tripulante de un
blindado es particularmente poco glorioso, normalmente despedazado o
carbonizado entre hierros retorcidos.
La
vida del viejo barón quedó vacía; pasaría los años de la guerra
vagando como una sombra por los anchos corredores y salones de C...,
los corredores y salones de su memoria.
Esperó
a 1944, a la restauración de la República, para dictar testamento
legando el soberbio monumento de su estirpe truncada al Estado.
2
Hace
unos años, en la bella comarca de Saint Antonin de Sommaire me
tropecé en un paseo con una anciana, de cuya conversación y otras
informaciones adicionales conseguí esta segunda historia, no exenta
de curiosidad.
En
el verano de 1940, en aquél lugar pasaba sus vacaciones una pareja
con su única hija. Años antes se habían marchado a trabajar a
Niza, y ya sólo regresaban en época estival a la vieja casa
familiar.
La
joven, que es muy bella, se aburre soberanamente. Encuentra rudos y
sin interés a los jóvenes campesinos de los alrededores. Y entonces
se tropieza con un joven teniente que pasea a caballo. Lo que sigue
es previsible: una historia de seducción.
Él
le contaría atropelladamente sus grandezas, quiere conquistarla y
recurriría a fórmulas extravagantes: con algunas mujeres los
ingredientes del éxito son los mismos que para ingresar en el canon
literario occidental: producir agón y extrañeza.
Para
el joven aristócrata todo este juego no sería otra cosa que un
divertimento, estimulado por la belleza rotunda de la joven, a la que
impresionaría la determinación, el esprit del teniente.
Ella
era demasiado joven, y no habría leído la descripción que de ese
tipo de hombres hiciera el también normando Flaubert apenas noventa
años antes:
“…
a través de sus
maneras dulces, se descubría esa brutalidad particular que comunica
el dominio de cosas semifáciles, en las que la fuerza se ejercita y
donde la vanidad se recrea: el manejo de los caballos de raza y la
sociedad de las mujeres perdidas.”
El
joven teniente aparentaría estar un poco loco; un día apareció con
un pequeño gramófono y un álbum con discos; ella prefería
escuchar a Jean Sablon, pero él se empeñó en que bailaran una
polka o un gavotte; al acabar el disco sacó un pesado
revolver de su estuche de cuero y le propuso el suicidio inmediato.
Después hubo una breve lucha cuerpo a cuerpo y finalmente hicieron
el amor sobre la hierba, en un claro del bosque.
La
teatralidad de la escena evoca inevitablemente a von Kleist, y
sugiere que el amor a la caballería no era el menor de los
anacronismos que aquejaban al joven teniente.
Pero
la joven normanda era una mujer stendhaliana, y amaba al propio amor
tanto como amaba a la vida, así que sintió miedo. O deseó
sentirlo, dado que involuntariamente ya imaginaba cómo escribiría
en su diario las escenas vividas; habría de ser cuidadosa
especialmente con el arrebato erótico, pero tampoco lo eludiría
¡Era tan aburrida, tan poco estimulante, la vida en el bocage
normando!
Mientras
esperaba una nueva visita de su amante, lo que llegaban eran las
noticias de la invasión y del rápido progreso de las tropas
alemanas. Los padres de la joven discutían qué decisión tomar: la
mujer apremió a su esposo a regresar inmediatamente al Sur, más
alejado del frente que Normandía. Él rechazaba la proposición:
¡Qué cobardía! ¡El ejército francés detendría a los alemanes!
¡Se produciría un nuevo milagro como el del Marne!.
Pero
día tras día las noticias no hacían sino empeorar, así que al
final el hombre accedió a regañadientes a cargar el Citroën
traction avant e iniciar el largo viaje a Niza. Mientras
cargaba los bultos apareció por el recodo del camino una
disciplinada columna motorizada alemana, así que en silencio
volvieron a descargar el coche y ocultaron éste en un establo, para
evitar que fuera requisado. “Nos quedamos aquí. Se ha hecho
tarde”.
Semanas
después de irse el teniente, que nunca volvió, ella supo que estaba
embarazada. No fue a ningún médico; muy cerca de allí, en
Juignettes, vivía una especie de bruja blanca o sanadora a la que
llamaban Mme. Soleil, que fue quien le confirmó su estado, y quien
le dijo que su teniente ya estaba muerto.
Dió
a luz a una niña.
Pasaron
allí, en St. Antonin, toda la guerra. Un largo tedio que devolvió a
los padres la vida de la infancia, el cuidado de un corral, la cría
de una vaca y la suma importancia de un aparato de radio.
3
¿Y
qué fue de madre e hija?
Según
una fuente (una anciana que vive cerca de la mansión de La Nöe
Vicaire), en el verano de 1944, muy poco antes de que las tropas
aliadas -una columna de británicos cuyos sonrojados supervivientes
siguen acudiendo cada verano a Rugles a engullir côte de boeuf
y sidra- llegaran a la comarca, pasaron dos desgracias: una fue que
en un pueblo de las cercanías cayó una bomba volante alemana V1; lo
arrasó absolutamente todo en doscientos metros a la redonda.
La
otra ocurrió allí mismo. En el cielo apareció un bombardero aliado
que venía muy tocado: sólo le funcionaba un motor que tosía y
humeaba. En su obsesión por alcanzar sus líneas, soltó un objeto
para aligerar peso.
La
bomba cayó en la casa donde vivía la joven con sus padres y su
hija; todos perecieron.
Tiempo
después interrogué a otras personas sobre esta historia. Algunas no
la conocían en absoluto, pero otras afirmaban muy seguras que esa
bomba cayó, pero sólo mató a un anciano solitario que era vecino
de una familia, pero ésta y la niña habrían sobrevivido.
¿A
qué conclusión llegar?
La
cantidad y detalle de la información aportada por la anciana sugiere
una evocadora posibilidad: ella misma sería la hija de la joven
seducida; o bien toda la historia no sería más que la elaborada
fantasía de una amable fabuladora.